Andrés J. Santamaría Hidalgo
Hace años cuando falleció el profesor Rodolfo Holzmann, fuimos con Virgilio a su entierro en la localidad de Conchamarca. Mientras los panteoneros preparaban el sepulcro, Virgilio me apartó del grupo unos metros y me dijo muy quedamente… ¡Escucha! ,,, No le entendí, por lo que nuevamente me recalcó que no hablara y sólo escuchara. Luego de unos segundos le volví a decir, no escucho nada. Es el sonido del silencio me dijo. Y luego me contó que estando con Holzmann en Conchamarca, éste le había dicho que le gustaba el lugar porque aquí podía escuchar la suave brisa que mueve las hojas y apenas es percibido por el oído común, pero sí con claridad por los músicos. Y él lo era. Yo no escuché el silencio, pero Virgilio si lo escuchaba porque al igual que Rodolfo era músico. Al parecer tuvo predilección por el violín, y precisamente con ese instrumento fue nuestro profesor de música en el colegio Leoncio Prado cuando cursábamos el primero de secundaria. Muy susceptible a las artes, también fue pintor y como todos sabemos un connotado literato.
Hoy recuerdo el episodio y se me viene a la mente tantos otros y tanta sabiduría que Virgilio nos transmitía en cada tertulia, ya sea alrededor de una mesa tomando un cafecito con empanadas o degustando un sabroso picante de cuy en la fiesta de San Miguel de Huácar. Nunca le gustaba ir a la casa del mayordomo y prefería llegar a un recreo o a cualquiera de las casitas que mostraban en su puerta un letrero ofreciendo el famoso plato huanuqueño. Un par de cervezas y una suculenta conversación mientras en la calle repicaban las campanas de la iglesia, los cuetes, la banda de música, eran suficientes para satisfacer su deseo de estar un año más en la fiesta del Santo de la Espada, amén de visitar y rezar ante el Cristo Crucificado que nos miraba hasta de tres maneras diferentes según el lugar en que nos ubicáramos. Yo no lo sabía, Virgilio me lo explicó.
Hubiéramos querido un sepelio solemne, las instituciones no están preparadas para ello y solo existe la reacción personal, que sea una llamada de atención para que se instaure un protocolo para estos casos. En Lima se acostumbra a velar a las personalidades relevantes en el Ministerio de Cultura, aquí debiera ser en el Museo Leoncio Prado que es administrado por la Universidad Hermilio Valdizán. ¡Y qué cosa paradójica, la última morada laboral de Virgilio como médico, fue la Universidad! Y aquí no pasó nada. Por fuentes fidedignas sabemos que el alcalde ofreció los ambientes ediles para el velatorio, pero los familiares lo desestimaron. También hubiera estado bien, pues la Municipalidad es la casa de todos. Y su colegio Leoncio Prado, improvisó un homenaje que debió tener todos los visos de una enfática organización. Felizmente sí hubo fervor popular.
Con aquellos recuerdos sencillos y con las disculpas por el sinsabor, le rindo mi homenaje a uno de los hombres preclaros de Huánuco y del Perú, que en las horas postreras de su vida se fue de la manera más sorpresiva que nunca imaginamos, pero que de cierto modo es la mejor manera de hacerlo. Adiós Virgi, pasaste a la inmortalidad de la gloria. A la hora del silencio.