Escrito por Arlindo Luciano Guillermo
Leí, hace 30 años, Mi planta de naranja-lima por interés amoroso y necesidad de disponer de un tema de conversación con una dama (por entonces de 23 años) a quien perdí el rastro totalmente.
Entonces, parafraseando a Vallejo, digo: “Dónde estará mi hermosa, lectora y dulce Lucia Helena de poesía y voz pulcra”. Además, porque la historia de Zezé calzaba, con espectacular precisión, con mi experiencia personal en la niñez.
Así que cada vez que escucho, veo el libro o releo retrocedo firme, con nostalgia y alegría, a los años cuando caminaba solitario y cabizbajo por las calles de la ciudad y en la universidad con el libro de José Mauro de Vasconcelos.
Cuando ella me preguntó si había leído Mi planta de naranja-lima me quedé mudo, avergonzado, sin palabra; una muchacha que estudiaba contabilidad leía literatura. Leí el libro, pero nunca más volví a verla ni a conversar en la puerta de su casa en el Jr. Dos de Mayo, cerca del parque Amarilis.
Llego al colegio temprano, luego de un viaje de 45 minutos en colectivo. Ingreso al aula, donde debo enseñar, 15 minutos antes de las 7 y 30. Eso me permite acomodar los materiales, encender la laptop y el proyector multimedia. Pero también veo qué hacen los estudiantes. El lunes pasado vi tres grupos: cinco leían afanosos y con prisa; un estudiante, frente a otros seis, relataba la historia del personaje; unos cuatro leían apresurados en el celular la misma novela en versión PDF. Era Mi planta de naranja-lima que el profesor de Literatura Jorge Cabanillas les había asignado. Cuando le pregunto a Jorge por qué les dio para leer esa novela me responde así: “Para que les llegue Zezé al corazón”. ¿Se habrá cumplido el propósito en los lectores adolescentes, nativos digitales, que poco o nada les interesa la lectura? Veo, en la sala de profesores, que Jorge revisa los exámenes. Sonríe, se pone serio, se alisa la barba negra, a veces estalla de risa. ¿Qué han respondido los estudiantes?
Mi planta de naranja-lima se publicó en 1968; hace 54 años. Vasconcelos tenía 48 febreros. Le dio fama y la novela se convirtió en un best seller. Hacía un año de la aparición de Cien años de soledad de García Márquez y cinco de La ciudad y los perros y Rayuela de Vargas Llosa y Cortázar respectivamente. Mi planta de naranja-lima se edita en el contexto del boom de la novela latinoamericana. No es una novela que exhiba virtud y talento narrativos del autor, pero sí tiene un poderoso efecto emocional en la sensibilidad del lector infantil. La empatía con Zezé surge de inmediato. La pobreza, la marginalidad social, el maltrato infantil, la explotación laboral, el desempleo, pero también, como la otra cara de la realidad, la fantasía e imaginación desaforadas de Zezé, la precocidad para sentir la dureza de la vida y aprender lecciones en la escuela, la amistad sincera y la solidaridad enmarcan la novela que no tiene mayor pretensión que conmover al lector.
Sin duda, es una novela de trasfondo autobiográfico. Zezé era el Guchito de mi infancia, a quien hoy saludo siempre que paso por la Plaza de Armas; él es un veterano y respetado lustrabotas como Zezé. El Portugués o Portuga se parecía a don Amador Salas, viejo comerciante del Mercado Modelo, (ya debe haber fallecido, por entonces era un cincuentón bonachón), nuestro generoso proveedor de lejía, jabón, Ajinomoto, bolsas de plástico para verlos como ambulantes hasta las 11 de la mañana. A esa hora regresábamos con una pequeña ganancia y de ahí a la escuela. Como Zezé, de apenas cinco años, también yo quería ser poeta y vestir elegantemente.
Hay libros que pasan por la vida del lector sin saber que pasaron; fueron flor de un día, debut y despedida. Otros solo sirvieron para el placer banal de los ojos, una lectura por obligación, un trabajo de investigación; allí quedaron como transeúntes sin destino ni brújula. No hay peor experiencia que leer por imposición o por unas monedas. Sin embargo, existen, por fortuna, como toda excepción a la generalidad, ciertos libros que dejan marcas indelebles como tatuajes en el lector, como las vivencias trascendentales. Haber leído un libro de impacto certero es como vivir con una sombra que no desaparece ni en la oscuridad. Hay libros que nunca sueltan al lector; hay lectores que nunca sueltan libros. Mi planta de naranja-lima perdura en mí cuando cierro mis ojos, miro la Luna llena en el firmamento, como lo hace seguramente Andrés Jara en su huerta de Las Moras, y recuerdo con claridad mi agitada y madura infancia y a la muchacha de voz pulcra de radio Studio 5 que alborotaba mi juventud. Ahí no tenía vela en el entierro Mariátegui ni Gustavo Gutiérrez ni Vallejo ni Neruda ni Ángel Buesa ni Roque Dalton. Era lectura, adrenalina juvenil y sentimiento puritano, sin mácula ni contaminación felizmente.
He vuelto a releer Mi planta de naranja-lima; no es una novela digna del talento de Gabriel García Márquez o Mario Vargas Llosa, la precisión y la intelectualidad del lenguaje literario de Jorge Luis Borges o la superlativa ficción de Juan Rulfo, pero posee el poder de “afectar emocionalmente” al lector, dejarlo en estado de estupefacción, en plena satisfacción.
La releo con ansiedad, con devoción y descubro detalles que antes no veía. Si tengo que llevarme un libro de la Tierra en mi largo viaje hacia el más allá, ese es Mi planta de naranja-lima. Termino de leer una vez más, en la comodidad del sofá, decenas de tazas de café y galletas de agua, y el Sol saldrá nuevamente por el este, el río Huallaga seguirá atravesando como una feroz lanza de combatiente troyano por los arcos centenarios del puente Calicanto.
La literatura no cambia la sociedad, pero sí ejerce poderosa influencia en la actitud y el espíritu del ciudadano; ablanda el corazón y afina las razones. Sin literatura la vida es insípida, sin gracia, sin emoción. La literatura rescata a los ciudadanos de la indiferencia, la creencia de que todo es billetera y estómago.