Ronald Mondragón Linares
Debo ser hidalgo en reconocer que es la primera vez que me ocurre: sentir desprecio por un personaje literario, más precisamente por un personaje de novela. Humbert Humbert es el nombre de ficción del canalla que somete a sus deseos sexuales a una niña de 12 años, Lolita, Dolly, Dolores o simplemente Lo, como era conocida en el más íntimo círculo familiar.
“Lolita. Confesiones de un viudo de raza blanca”, para quienes aún no han leído la obra, es un clásico de la literatura universal contemporánea, del escritor de origen ruso, Vladimir Nabokov. Trata, desde la propia perspectiva del pederasta, en primera persona, del horror de una relación incestuosa entre un adulto que bordea la cincuentena y su hijastra, durante dos años.
Nabokov tuvo problemas para publicar su novela. Las editoriales la rechazaban una y otra vez. Después de dos años de haberla terminado, logra por fin publicarla en 1955, en Olimpy Press, una editorial parisina conocida por sus publicaciones erótico-pornográficas.
Vivimos, en nuestro país, en una década marcada por el oprobio del feminicidio y los abusos sexuales y crímenes contra menores de edad. Hace tres semanas comenté en esta página el espantoso crimen de Fátima, en México. Hace algunos días, corrió la misma horrenda suerte Camila, una niña de cuatro años, hallada muerta en un cerro de Independencia, en Lima. Con seguridad, estos hechos que abaten el alma humana hasta la impotencia y la indignación confluyeron en mi repulsa al leer las odiosas páginas -de brillante y compacta prosa, hay que decirlo- escritas por un maniático y ciertamente trastornado sexual.
La pedofilia es una forma de parafilia, es decir, un trastorno psiquiátrico. Humbert se solazaba con solo mirar a las que él denominaba “nínfulas”, niñas o púberes entre 12 y 14 años. Cuando una adolescente tenía más de esa edad, perdía totalmente interés para el protagonista. Profesor de literatura, conoció así a Lolita en Estados Unidos y se casó con la madre, Charlotte Haze, solo para mantenerse cerca de la niña, que recién acababa de cumplir los doce años. Al poco tiempo, la madre muere en un accidente y Humbert se queda al cuidado de Lolita. Despreciable individuo -el de la ficción y el de la realidad, porque estoy convencido de que el personaje literario tiene su correlato en un personaje real-, aprovecha su condición de “protector” y la convivencia para sostener relaciones sexuales con ella durante casi dos años. Lolita logra escapar del cautiverio, trabaja como camarera y se casa con Richard, aunque termina en la pobreza.
Desde la cárcel, el narrador coprotagonista es un eximio prosista y de una cultura muy refinada. Y, como todos los que persisten en un vicio, busca justificar sus aberrantes actos, algunas veces con alusiones históricas o culturales.
La aversión a este tipo de sujetos, tanto en la ficción como en la realidad, nada tiene que ver con una moral conservadora o decrépita. Tiene que ver con el aprecio por la vida, por el lado más noble del espíritu humano, ajeno al abuso y al aplastamiento de los derechos más elementales de las personas, especialmente de los más jóvenes. Sobre todo en un momento donde vivimos un verdadero drama, en el cual nos negamos a aceptar -con rabia y con tristeza- que la sangre de muchos niños y mujeres siga derramándose por las hendiduras más infectas de un cruel sistema.