Por: Mario Malpartida Besada
El Duende Azul (Lima, Editorial Universitaria de la Universidad Ricardo Palma, 2016) es un libro impecablemente redactado y artísticamente elaborado, con el que Víctor Manuel Rojas (Huánuco, 1961) consolida su arte narrativo. Se trata de un relato capaz de encandilar a niños, jóvenes y adultos. Sus metáforas nos remiten a lo sublime derrotando a lo grotesco, a la conservación de la estirpe, a la búsqueda de la identidad, a la realidad convertida en magia, a la nobleza de la dimensión humana, a la solidaridad, a la justicia, al feliz reencuentro, al triunfo del bien sobre el mal, y a otros valores que elevan lo cotidiano a lo espiritual.
La secuencia narrativa instaura tres apartados que se imbrican entre sí y funcionan como elementos para el permanente contacto entre el lector y el narrador. En primer lugar, la búsqueda del hombre que debe salvar de la extinción a una comarca; luego, el diseño del perfil de dicho salvador y, finalmente, la aparición de un enemigo como punto conflictivo de la historia. Todo ello expuesto con la fluidez del relato lineal que retrata un mundo mágico, de fácil aprehensión pues no está impregnado de acciones esperpénticas, como suele ocurrir cuando se funde el mito con la realidad. En este universo todo es perfectamente creíble y sus moradores están dotados de fina sensibilidad para dejarse deslumbrar frente a las manifestaciones artísticas, principalmente a la música.
Desde el primer apartado aparece el protagonista: el Duende Azul, que no es duende ni es azul. Se trata de un personaje que llega a Huánuco misteriosamente, semejante a Juan Preciado, en este caso enviado por su abuelo, a buscar a aquel hombre que salvará a su estirpe. Este hombre pequeño como un duende, está premunido de tres elementos simbólicos: el morral (mochila) que, por su tamaño, no puede albergar mucho equipaje, lo que revela que su presencia en la ciudad debe ser breve porque tiene que cumplir un objetivo en plazo perentorio. En este sentido, la tarea a cumplir y el tiempo generan también una situación de apremio e inquietud que atrapa al lector.
Trae también una tarola cuyo redoble recuerda la marcha militar y cívica, que de alguna manera iría asociada con el sentimiento patriótico. Asimismo, una flauta, cuya connotación mágica es evidente por su presencia en textos de la literatura universal.
Aquí tenemos a nuestro protagonista: un hombrecillo casi mágico que debe encontrar, en breve plazo, a un salvador con perfiles especiales y debe hacerlo imbuido de su sentimiento patriótico. Estos tres elementos simbólicos constituyen: “(…) todo su aparejo para cumplir la misión” (pág. 15).
El duende azul, en realidad es un hombrecillo que mide poco más de un metro “era regordete y toda su indumentaria era de color amarillo cromo” (pág. 21). Su apariencia es pues, la de “un niño gordito”, pero también la de “un niño con barba”. Se le atribuye cualidades prodigiosas como saltar casi volando, mover sus manos con la maestría de un prestidigitador o mantener la música en el aire sin que él esté ejecutando su instrumento. Más aún, su virtuosismo es capaz de magnetizar a sus oyentes y trasladarlos también a mundos edénicos o determinar sus actitudes. Este hombrecillo solo sabe hacer el bien llenando el alma de sus oyentes a cambio de una pequeña propina.
En el segundo apartado se revela cuál es el perfil del personaje que ha venido a buscar. Entonces el hombrecillo se humaniza: descansa, come, busca sombra, duerme, sueña. En ese transvase de su mundo mágico hacia el mundo real, hay una sutil insinuación para no perder la fe en el hombre, desde una perspectiva real y objetiva, porque sienta la idea de que ese hombre, bueno como él, es enteramente alcanzable en el mundo real. En esta parte del relato hay un ligerísimo flash back que rompe el esquema lineal de la historia, usando el recurso de lo onírico para diseñar el perfil del salvador: “(…) no sería un simple instrumentista, sino alguien con la capacidad espiritual de tocar la flauta que llevaba con él” (pág. 31).
La ligazón entre los dos mundo se refuerza cuando conoce al niño Sebastián y ambos se complementan musicalmente, aunque con instrumentos de culturas diferentes –flauta y quena-, los mismos que representan cosmos igualmente disímiles, pero enlazados por la universalidad de la música.
En el tercer apartado surge la presencia del gigante enemigo que le arrebata el instrumento, convertido ya en símbolo de paz y encandilamiento. Este hecho, sin embargo, servirá para reafirmar el sentido de la solidaridad del niño y la fuerza del arte musical, capaz de hacer prodigios. El enemigo es el antípoda del duende: “Era obeso y medía más de dos metros” (pág. 49). Y es identificado como tal por la brusca reacción frente a la pieza que ejecuta el duende, llamada Ogimenele que, leído al revés es el enemigo, fina habilidad lingüística del autor y que refuerza el tratamiento lúdico de la obra.
En la resolución de la historia el Duende Azul encuentra al salvador de su pueblo, un viejo llamado Aril, nombre que leído a revés significa lira, otro divertimento simbólico en la obra, con el cual se alude al mundo de los sentimientos. La vejez de Aril es derrotada por la música que interpretan Azul con su abuelo Apulus (¿Apu?, ¿Apolo?, ¿acaso otro juego como el de la universalidad del arte planteado en la asociación quena-flauta?): “Cuando el viejo Aril había plantado cincuenta cedrillos descubrió que su añosa fatiga se desvanecía, que sus piernas ya no le temblaban” (pág. 75). Este pasaje refiere la siembra de cedrillos con los que, en el futuro, “se fabricarían las nuevas flautas y otros instrumentos aerófonos” (pág. 75). En este sentido, la siembra es el ritual de la renovación que demandaba la comarca del duende. El duende Azul ya puede decir misión cumplida.
Pero El Duende Azul es un libro que, además de una bella historia, sustenta su encanto en el carácter rítmico del lenguaje, propio del alma de poeta del autor (recordemos que tiene dos hermosos poemarios: El otoño y otras nostalgias y Estación de los olvidos). Por otro lado, su formación musical y su pasión por el canto lírico han sido herramientas importantes para la creación de su mundo representado. Hay una suerte de especialización en el empleo de una terminología propia del arte musical, tanto en la adjetivación como en la conjetura de las sensaciones que produce el arte musical en el ser humano.