EL CANDIDATO

Por: Jacobo Ramirez Mayz

Estaba disfrutando de una cerveza helada en un bar flotante, contemplando la naturaleza, cuando su celular comenzó a sonar insistentemente. No le hizo caso; sentía el viento sobre su rostro y observaba a sus amigos, quienes estaban eufóricos, bebiendo como si el mundo fuera a acabarse. De pronto, vieron un bote; en la proa, una hermosa chica hacía ademán de tocar un violín, mientras un camarógrafo y un dron grababan la escena. El celular seguía sonando. Dejó su cerveza a un costado de la mesa y contestó la llamada.

—¡Hola! Te habla W., hermano de J.

—¡Qué bien! —respondió, sabiendo de quiénes se trataba.

—Escucha, queremos que vengas en este momento al lugar tal para que te inscribas como militante del partido tal.

—Me gustaría —respondió, y, para liberarse del compromiso, añadió—: pero estoy casi a 800 kilómetros, disfrutando de un paisaje paradisíaco.

—¡Pucha, lada! —exclamaron al otro lado del teléfono—. No importa, te envío la ficha de inscripción y la llenas virtualmente. Después, me la reenvías.

—Está bien —aceptó, solo para salir del momento.

Regresó adonde estaban sus amigos y se olvidó por completo de la llamada y de rellenar la ficha. Salieron del bar flotante y caminaron por un bulevar; la noche era cálida, se dejaban llevar por la emoción. Más tarde, revisó el comunicado, lo llenó como pudo y lo reenvió solo para librarse del asunto. Recibió un escueto “gracias” como respuesta. Su vida continuó. Regresó al ruido de su ciudad y a los quehaceres del trabajo.

Otro día, su teléfono volvió a sonar. Contestó y escuchó la misma voz:

—Tienes que ir urgentemente al local de campaña. Tu presencia es obligatoria y de vital importancia.

Intentó justificarse diciendo que tenía que ir a su casa, pero terminó convencido por los típicos artilugios de los políticos experimentados.

Al entrar al local, vio a muchas personas sentadas con globos en las manos. Reconoció a uno, dos, tres conocidos, pero fingió no verlos. Lo saludaron y, de pronto, lo llamaron a la mesa de honor: lo estaban nombrando precandidato para el Gobierno Regional. La gente lo aclamaba. Escuchó su nombre y le pidieron que hablara. Tartamudeó un poco, sin saber qué decir, y, tras un breve silencio, comenzó a dirigirse a los asistentes. Habló de su trayectoria y cada palabra fue vitoreada por el público. Los globos estallaban y los aplausos retumbaban.

En ese momento, comprendió que estaba viviendo una experiencia única en sus más de cincuenta años en el valle. Sonrió con su demonio interior: había confirmado que la política alimenta el ego y hace más narcisista a cualquiera. Se dio cuenta de que, para obtener un cargo, bastaba con “meter floro”, mentir como Dios manda y contar con un par de arengadores.

Salió de ahí riéndose de la experiencia. Llamó a su familia y les contó lo sucedido. Lo felicitaron y entendieron la locura que acababa de vivir. Luego, se subió a un colectivo y narró la anécdota a sus amigos, quienes lo alentaron diciéndole que estaba muy bien.

Días después, comenzó a recibir mensajes en su celular: “Cuenta con mi apoyo para lo que necesites”, “Eres una opción en medio de candidatos desgastados y vendidos”, “Todo H. L. A. está contigo”. No respondió ninguno. Sabía que, para competir, necesitaba al menos tres millones de soles y que, si alguien se los daba, sería como vender su alma a ese o esos individuos. Y él solo deseaba vender su alma, sí, pero al tío Shata, para que le diera poderes.

Sentado en el silencio de su casa, escuchó una voz que le susurraba que se arriesgara, que juntos gobernarían el valle. Le prometía que era el momento de cambiar la imagen de la ciudad y la región, que construirían un puente que uniera los tres jirkas que custodiaban el lugar, que ya no bailarían más negros en las calles durante un mes, que desaparecerían los “bajas”, que edificarían un hospital digno, que tendrían una carretera central en la que hasta un ciego podría manejar sin problemas. Le decía que, con una buena planta asfaltadora, podrían pavimentar hasta el cielorraso de las casas, y que el malecón cambiaría de rostro para que su amigo Jorge pudiera fumar tranquilo todas las noches.

Se levantó de golpe y, con voz firme, gritó:

—¡Apártate de mí, Satanás!

Sintió entonces que una luz se apagaba para siempre.