Por: Jacobo Ramírez Mys
Diecinueve años después, sentado bajo el umbral de mi casa, viene a mi mente aquel 29 de marzo de 1999 (sin voltear los tres últimos números, por favor, porque sería la marca de la Bestia).
Ese día, a las diez de la mañana, en una pequeña cantina en Santa María del Valle, junto con mis amigos de siempre, tomaba unas cervezas, mi pelo estaba bien pegado con brillantina, porque en ese tiempo no había ese gel que se llama Moco de Gorila. Estaba disfrazado con un terno que no era mío, y para que me entalle con exactitud le puse algunos alfileres por dentro. «¡Salud!, amigo, no tomes mucho, porque si no te puedes arrepentir» me recomendaba uno de mis amigos, a quien creo lo desmamaron con cerveza.
Un día antes, me había confesado con el padre Raúl de Fillipi, pero aun así estaba impaciente. «¡Salud!, chochera», escuche decir al Ghospo, quien en ese tiempo tomaba como endemoniado. Ese día daba un paso en mi vida. Un paso hacia lo que muchos ven como algo natural, pero que para mí era algo incierto, tenebroso, preocupante, porque no había libro (incluyendo los de Paulo Coelho y Carlos Cuauthémoc, autores que en ese tiempo leía para cambiar mi vida, y miren cómo me han dejado) ni profesor en el colegio ni individuo en la universidad de la vida, que te dé siquiera una pisca de orientación de cómo llevar esa vida.
Entra una camioneta ploma y baja del carro un sacerdote, quien hacía una semana atrás recién había sido ordenado (había celebrado, hasta ese día, cinco misas y estaba punto de realizar la sexta). «¡Salud, compadre! Y que todo en tu vida, a partir de hoy, sea éxito». «Gracias, mi hermano», le dije mientras mi mente recordaba un libro que taita Shanti me había regalado unos meses antes y en donde pude leer que las cosas más importantes de tu vida las tienes que realizar antes del mediodía. Miro mi reloj, faltan diez minutos para las once y pido al Todopoderoso, como decía monseñor Antonio Khuner, que no se demore, que sea puntual, que eso es una virtud que le caracteriza y que ojalá por ese día no lo haya abandonado.
Mientras mi cerebro monologaba, vi entrar el carro y dentro de él estaba ella, radiando felicidad, con una sonrisa de oreja a oreja y más bella que nunca. Era una pequeña Ángel (los ángeles no son ni masculinos ni femeninos, con ellos la ideología de igualdad de géneros fracasa). Tomé mi último sorbo de cerveza y fui a su encuentro. La recibí en la puerta de la iglesia y el famoso tatatatán… tatatatán… tatatatán…, como si uno entrara a un campo de guerra, se escuchó. Puse mi mano en mi pecho y ella incrustó la suya con la mía, y caminamos hacia el altar.
El padre nos recibió. Era el primer matrimonio que celebraba y creo que estaba más nervioso que yo y la que iba a ser mi esposa por el resto de mi vida. Predicó el evangelio leído, nos echó bastante agua bendita, pidió los aros, nos bendijo y mis amigos en el coro empezaron a cantar el Ave María de Schubert. Quería llorar, pero quieto, corazón, quieto. Al sacerdote, en medio de la bulla, alcancé a escucharle decir: «Los declaro marido y mujer», y pidió que nos besáramos, y con gusto lo hicimos.
Ya han pasado 19 años desde ese día y pareciera que fuera ayer, mucha agua ha pasado bajo el puente durante ese tiempo, aguas cristalinas en donde se reflejaban nuestros rostros, pero también aguas turbias arrastrando palos y basura. Aguas que, felizmente, han ido a parar a la mar en donde se confundieron y perdieron para siempre. Han pasado 19 años desde esa vez y nuestros dos hijos, que crecen como montañas, nos ven, a veces riendo, trabajando, renegando, sin hablarnos, y van contando nuestras arrugas, las mías más que las suyas, y nos van diciendo como aquel viejo verso: pero papá, pero mamá y nosotros ahí estamos.
Han pasado 19 años y aunque algunos digan buishcha, creo que nosotros seguiremos caminando hacia la cima para después bajar a la sima y quedarnos ahí eternamente.
Las Pampas, 31 de mayo de 2018