Por Jacobo Ramírez Mayz
Después de estar más de media hora en la cola, por fin ingresé al Banco de la Nación. Quise ponerme en la cola de ventanilla preferencial, pero había seis personas en ella. Así que no me quedó más remedio que irme a donde me correspondía. Ya ahí, y cumpliendo a píe juntillas con aquello de no usar celular, me puse a contemplar la pantalla de televisión, en donde se muestra la excelente atención que da el banco en diferentes lugares. De eso no me quejo, porque hasta ahora he sido atendido muy bien por las señoras o señoritas que están en las ventanillas. De repente, desde la cola preferencial oigo una voz que dice: «Apúrese. ¿No puede atender? ¡Para qué contratan personas ineficaces!». Era la voz de un hombre de unos sesenta años. En la ventanilla, un hombre canoso, con camisa rosada y un poco gordo, volteó la mirada como quien reta al desatinado. Todos lo miraron. Su cara blanca se enrojeció, su mirada era como un arma blanca que quiere atacar al ofensor. Yo me emocioné, deseé con todo mi corazón que caminara y se agarraran a trompadas. Froté de mis manos de emoción.
El señor de la ventanilla volvió la mirada hacia la señorita que le estaba atendiendo, y vi que cuchichearon. Seguían sonando las voces en la televisión. Una que otra persona de la cola en donde me encontraba revisaba sus celular a pesar de la prohibición. Entonces, otra persona de la cola preferencial gritó: «Apúrese, señorita. ¿Acaso piensa que tenemos todo el día? Usted es una ineficiente». El hombre de camisa rosada volvió la mirada y dijo: «Cállense la boca. ¿No ven que la señorita está cumpliendo eficazmente? Lo que pasa es que está demorando porque me está atendiendo un duplicado de mi tarjeta». «¡Fuera de aquí, viejo sogo! Dijo otra persona que estaba un poco más atrás.
Me emocioné y pedí a todos los espíritus buenos y malos que le susurren al señor canoso que eso era un insulto a sus canas, a su edad, que dejara un momento su lugar, que se acercara lentamente al insolente y con sus cinco dedos de furia le diera un sopapo y le hiciera recapacitar. Pero mi pedido no tuvo efecto.
«Calla, viejo sonso», remató alguien, y volvió su mirada a la ventanilla. Moví mi cabeza a un costado y una señorita que wasapeaba con alguien soltó una carcajada por algo que había leído. Abrí mi maleta para buscar algo con qué distraerme, y no había más que fólderes conteniendo papeles y una tesis por revisar; pero, al ver que era un mamotreto, me desanimé de sacarla. Volví a cerrar mi maleta. Conté tres personas delante de mí. Faltaba poco. En ese momento, una vez más en la cola preferencial, gritaron: «Apúrese, carajo». Pensé que tal vez a esa edad uno tiene libertad para tratar así a los demás. Bostecé como un hipopótamo.
Entonces el señor recogió unos papeles que le fueron entregados, volteó y comenzó a caminar lentamente. Quería dejar mi cola e ir corriendo para poner mi mano entre los dos y decir como antaño: «Quien escupe acá primero paga». Pero me contuve. Estaba seguro de que al menos se iban a dar una par de empujones. Aunque a esa edad un empujón puede ser mortal. Pero no importaba si mi sueño se iba a hacer realidad. Quería apostar por alguien, y mi favorito era el de camisa rosada. Esperé emocionado y el hombre canoso pasó por su lado mirándolo, desafiando a todos los que esperaban su turno. Caminó, y, una vez que calculó seguramente que podría correr, antes de que los demás lo agarraran y lincharan, les dijo: «Sarta de viejos decrépitos». Y aceleró el paso con dirección a la puerta principal, con esa tranquilidad de hombre que ha vivido mucho y que a esas alturas ya no le importa nada. Todos los que se encontraban en la cola, incluyendo una viejita que se sacó su postizo para gritar más fuerte, gritaron: «Fuera, viejo de mierda», mientras yo caminaba hacia una ventanilla para ser atendido por una señorita que sonreía por lo dicho.