Jorge Farid Gabino González
Escritor, articulista, profesor de Lengua y Literatura
Se dice, y se dice bien, que hablar mal de alguien fallecido dice más sobre quien emite la crítica que sobre el difunto en sí mismo. Dicha afirmación se sustenta, por supuesto, en dos hechos incontrovertibles. Primero, que quien no se encuentra presente, y los muertos, naturalmente, no lo están, no puede alzar la voz para sustentar su posición, y, por tanto, no puede ofrecer defensa alguna. Segundo, que quien critica, o, lo que es peor, agravia, denuesta, zahiere, a alguien ya fallecido lo único que demuestra en el fondo es su absoluta inelegancia, su ausencia total de grandeza de espíritu ante el rival caído.
Y no se trata, desde luego, de sostener tampoco lo contrario, esto es, de afirmar cojudamente, como acostumbran no pocos hoy en día, que de la persona muerta no solo se debe hablar bien, sino desmesuradamente bien. Que no importa cómo haya sido el sujeto en vida, un verdadero hijo de puta, un rematado canalla, un completo miserable, pues basta y sobra con que haya dejado ya este mundo para siempre, para que automáticamente pase a convertirse en poco menos que en una virgen inmaculada, en un dechado de virtudes, alguien al que su condición de muerto reciente otorga ipso facto una suerte de aura angelical que lo dota de una superioridad moral que muchos ya quisieran tener estando aún en vida.
Como sea, lo cierto es que, para hablar del caso nuestro, para hablar de nosotros los peruanos, son las dos referidas posturas las que se advierten con mayor asiduidad en casi todos los ámbitos y tiempos. Es más, se diría incluso que en el Perú nos dividimos entre los que les echan flores a los muertos, y los que les echan tierra, expresiones ambas que habremos de entender, por supuesto, a la luz de lo antedicho. Lo que se hace todavía más patente si el muerto, como es el caso del recientemente desaparecido expresidente Alberto Fujimori, pertenece a ese “selecto” grupo de difuntos que, sea por las razones que fueren, tiene la nada envidiable virtud de despertar en las gentes tantas y tantas pasiones encontradas.
¿Y habrá alguien en este país, nos preguntamos nosotros, que haya despertado más pasiones encontradas en los últimos treinta años que Alberto Fujimori? Pues lo cierto es que no. Nos guste o no nos guste, no existe un solo peruano que a lo largo de las tres últimas décadas haya conseguido lo que Fujimori: convertirse en el salvador de un país sumido en la pobreza y la violencia; y, al mismo tiempo, en el que propició que ese mismo país, paradojas de la vida, terminara hundiéndose en el abismo de sus propias miserias. Y eso, qué duda cabe de ello, no se lo perdonarán jamás ni de un lado ni del otro. Cuestión de cada uno.
Nosotros, en cualquier caso, preferimos mirar hacia adelante. La muerte de Alberto Fujimori cierra una etapa dura de nuestra historia reciente, sí; pero abre también, y no es poca cosa, un nuevo período en el que, si la sensatez no nos ha abandonado del todo, debería tomar un lugar expectante la tan ansiada reconciliación. Una reconciliación nacional en la que, dejando de lado nuestras inveteradas y acaso justificadas rencillas, los peruanos deberíamos, al menos por una puta vez, poner por encima de todo al país. Lo que pasa por no perpetuar las divisiones, por buscar el diálogo y la curación colectiva.
Ya llegará la hora en que la Historia ponga a cada quien en el lugar que se merece. Dicha tarea, por supuesto, les corresponderá finalmente a las generaciones posteriores. No a la nuestra. Pues serán esos futuros peruanos los que, sin apasionamientos, sin los fanatismos ni sectarismos que hoy, lamentablemente, todavía nos afectan, pero, eso sí, con absoluto y cabal conocimiento de los hechos, determinarán quién es quién en este, como diría el maestro, “ir y venir del carajo” que es la historia nuestra.
Y así como empezamos estas líneas apelando a una sentencia, pues terminémoslas echando mano de otra: si no se tiene nada bueno que decir de alguien, es mejor no decir nada. Frase, esta, que si bien no se ajusta en su totalidad a quien se ha venido aludiendo en estas líneas, sirve, cuando menos, para explicar por qué nos es imposible sumarnos a ese “selecto” grupo de luminarias y reservas morales que, apenas conocida la muerte de Fujimori, salieron a gritar a los cuatro vientos su alegría porque estuviese muerto. Luminarias y reservas morales que, en un gran número de casos, jamás dijeron esta boca es mía cuando aquel estaba vivo, quizá conscientes, acaso, de que en algún momento los fujimoristas podían volver al gobierno, y eso sí que les significaría un gran problema.
En fin. Lo que teníamos que decir sobre ese señor, lo dijimos en su momento. Hoy, que él ya no está presente, no incurriremos en la actitud hijoputesca de lanzar denuestos sobre su tumba. Hoy, que él ya no está presente, guardaremos, respetuosamente, un necesario y merecido silencio.