Escrito por: Jorge Cabanillas Quispe
La noche llega y con ella un mensaje del señor Sagasti; quien muy impuntual, como es su estilo, se dirigió a los peruanos sin ningún poema, con una cara de desconcierto inevitable y de fondo, con una verdad irrefutable: estamos perdidos, el coronavirus ha llegado para quedarse y nos está ganando la pelea. Atrás quedaron los quince —quince del impresentable de Vizcarra—, quien, como muchas veces, ahora sale a mentir. Si no me hubieran vacado, tendríamos camas UCI, si no me hubieran vacado ya habría vacuna, si no me hubieran vacado, señito, su esposo hubiese dejado de beber. Mentiras y más mentiras de un mitómano por excelencia que se atreve a salir por el canal del Estado a presentar cuadritos con los que pretende engañar a miles y miles de peruanos, y con eso tapar su mediocre gobierno.
A esa hora, en un hospital, Juanita, con la saturación inestable, se pregunta en qué momento se había contagiado. Habrá sido acaso su hija, madre soltera de tres hijos, quien salía a vender huevitos de codorniz en el mercado para solventar los gastos de la casa. Lamentablemente, piensa doña Juanita, su hija no recibe un sueldo fijo como los de esos congresistas que se toman un receso sin importarles nada o como esos miserables burócratas que en más de 300 días no han sido capaces de habilitar estrategias eficaces.
A las nueve y tantos, posmensaje de Sagasti, Luis abraza a sus hijos sin que ellos entiendan por qué su padre se muerde los labios y evita llorar. Él sabe que a partir del lunes tendrá que ingeniárselas para poder salir a conducir su trimóvil; sabe que desde el lunes las batidas serán interminables y que no será suficiente con conseguir el dinero para la canasta del día, sino que tendrá que dar cierta suma de dinero a algún mal elemento de la policía para que siga trabajando. La calle se pondrá más dura, les murmura a sus pequeños hijos y suspira. Suspira porque siente que esto no es justo; que no se vale que a él le digan que no podrá salir a trabajar; porque sabe que sus hijos no entenderán cuando papá reduzca la ración o mamá les diga coman ustedes primero ya luego lo hago yo. Siente impotencia porque escucha a sus vecinos culpar al pueblo y se pregunta si acaso a él y a todos los gobiernos les hacen el favor por trabajar.
En televisión nacional, Felipe ve a Huánuco, a un Huánuco que agoniza, a un pueblo que no resiste más; piensa en su hermana, quien seguramente esa noche tampoco dormirá bien tras haber laborado más de 12 horas, porque tiene que auxiliar a más de 20 pacientes, ella sola; piensa en su amigo Julián, el mejor de su clase, quien ahora es médico y con solo tres compañeros más tienen que atender a un sistema colapsado. Ve con impotencia cómo esa ciudad —que ama por tantas cosas, pero que detesta por su indiferencia— se hunde en una fosa común de cientos de anónimos que murieron sin despedirse de los suyos gracias a la desidia de sus gobernantes.
Ahora evoca y maldice al gobernador regional de su tierra; sabe que a estas alturas, pedirle al Consejo Regional que cese de una vez y para siempre al politicastro de Juan Alvarado parece inútil; porque ellos no quieren hacer lo correcto. ¡Miserable!, exclama, cierra los ojos y le pide a alguna deidad que espera de corazón lo escuche que algún día a ese impresentable lo juzguen por haber enriquecido a su familia aprovechándose de la pandemia; por no haber gestionado que el hospital de El Valle no se cierre; por haber traído una planta desde Portugal que parece inservible, por inhumano, por representar lo más vil y descarado de la política. Amén.