Escrito por: Marcos Cancho Peña
Llegamos al último respiro del año. Han pasado nueve meses desde que se confirmó el primer caso de COVID-19 en el Perú. ¿Hemos avanzado?
Seguimos a la deriva, presos de la incertidumbre. Solo hace falta compararnos con el panorama latinoamericano para entenderlo: en Chile se habla de que el proceso de inoculación de la vacuna Pfizer podría empezar dentro de algunas semanas y en Ecuador se espera recibir el mismo antídoto a inicios del próximo año. Nosotros, Perú, el insignificante del mapa, aún estamos en conversaciones tibias, nada convincentes.
En noviembre, Carlos Neuhaus, miembro del “Comando Vacuna”, afirmó que en el presente mes llegaría 50 mil dosis del laboratorio Pfizer. Llevamos la mitad de diciembre y aún no hay noticias del antídoto. Francisco Sagasti se pronunció esta semana anunciando que aún no se tiene ni fecha ni cantidad. Queda claro que no somos prioridad para ninguna farmacéutica. Y los vellos se erizan al checar la estimación del prestigioso medio The Economist: la vacuna estaría disponible en su totalidad para los peruanos recién en el 2022.
Mientras las dudas carcomen, el Colegio Médico del Perú propone un nuevo horario de inmovilización obligatoria para frenar los contagios que se vienen por las celebraciones del último mes del año. Buen número de peruanos rechaza la propuesta. Pero he notado algo: la mayoría de mis amigos que se oponen a la medida por considerarla “innecesaria” son los mismos que cada fin de semana asisten a fiestas. ¿Hemos aprendido algo en estos nueve meses?
Dicen que la navidad es para llenarnos de esperanza, comer panetón y cantar villancicos. Disculpen si aun en diciembre continúo siendo aguafiestas, ese debe ser mi gran pecado este año. Aunque tal vez mi actitud cambie para el 24 de diciembre a la medianoche. Quizá, solo quizá, me anime a sonreír antes de abrir mis regalos debajo del árbol. Y rogaré que entre tantos cachivaches haya una vacuna. Una vacuna. Solo una, maldita sea.