Jorge Gabino González
Escritor, articulista, profesor de Lengua y Literatura
Aunque todo hacía indicar que ni siquiera un milagro sería capaz de sacar al país del hoyo en el que, irremediablemente, se estaba precipitando; aunque ni los más esforzados optimistas, de esos que son capaces de apostar hasta a su madre por la salvación del mundo, se animaba a dar ni medio centavo por el resurgimiento del Perú; aunque todo, pero absolutamente todo, nos llevaba a creer que tanto el aprismo como el fujimorismo habían acabado saliéndose con la suya, esto es, habían conseguido alcanzar el que todo indicaba que había sido su soterrado objetivo: desestabilizar al país al punto de empujar al Gobierno a disolver el Congreso; aun a pesar de todo eso, o, lo que es lo mismo, con todo y con eso, que bien visto no es poca cosa, el Perú, contra todo pronóstico, no terminó yéndosenos a la mierda durante este 2019 que ya se acaba.
Y no ocurrió así, entre otras cosas, porque nuestro país, que en ciertos aspectos da la impresión de no haber perdido aún la memoria, parece tener clara consciencia de lo que implica el desangrarse en conflictos internos, quizá porque estos, a la corta o a la larga, terminan convirtiéndose en cualquier cosa, menos en una salida real para los problemas que en principio decían querer combatir. De ahí que, conscientes seguramente de lo que nos podría costar el caer en la tentación de dejarnos arrastrar por los discursos incendiarios, los peruanos nos hayamos decantado por la salida más “pacífica”, menos dolorosa (y también más justa, a decir verdad) que se nos podía presentar: mandar a sus casas a la sarta de impresentables por cuya culpa, en gran medida, estábamos pasando por todo aquello; con lo que mal que bien nos ahorramos el meternos en problemas mayores.
Así, vistas las cosas a un año de distancia, nos complace comprobar que, aun cuando, como decíamos arriba, llegó un momento (finales de 2018) en que no alcanzábamos a vislumbrar la luz al final del túnel, finalmente las aguas pudieron volver a su cauce; y claro, el mundo, como vaticinaban los interesados en mantener ese orden de cosas, no se nos vino sobre nuestras cabezas. Lo que dependiendo del prisma con que se mire, bien puede ser prueba irrefutable de un par de posibles hechos: o de que los peruanos tenemos, a pesar de todo, algo de suerte, porque ¿de qué otra forma podríamos entender el que nos hayamos librado de la anarquía social, cuando estábamos a un paso de caer en ella?; o de que en el Perú, como sucedió con algunos de nuestros más cercanos vecinos, se viene cocinando algo tan pero tan grande, que, cuando menos lo esperemos, habrá de sacarnos de la modorra en que parecemos haber caído, y nos llevará a donde nadie en su sano juicio quisiera que llegáramos. Ahí están Bolivia y Chile para recordarnos que nada es lo que parece.
Pero tranquilos, que nada de esto último pasará. No pasó durante este 2019, que se perfilaba como el año de nuestra hecatombe, y no pasará el año próximo. Ello porque todos aquí sabemos que en el Perú lo que nos sobra es la suerte. Y es que si la tienen nuestros más “ilustres” políticos, que, a pesar de todas las evidencias que puedan existir en su contra, no los pueden mantener presos, ¿por qué no habríamos de tenerla el común de los peruanos, que entenados del destino tampoco es que seamos? Tranquilos, decíamos, porque no importa cuán cerca lleguemos a estar del abismo, que no nos caeremos. Y, si por alguna razón trastabilláramos, y corriéramos el riesgo de irnos de bruces, pues que estiraremos la mano, y nos cogeremos de lo primero que encontremos, y saldremos a flote. El caso es que nos salvaremos.
De modo que ya pueden venir fujimoristas y apristas; ya pueden reaparecer cuantas lacras habidas y por haber conforman nuestra deleznable clase política; todos a una dispuestos a querer sumirnos nuevamente en el desconcierto, en la zozobra, en la congoja, que no lograrán su objetivo. Podrán intimidarnos. Podrán fustigarnos. Podrán amedrentarnos. Nada de ello, sin embargo, conseguirá que volvamos a incurrir en los errores del pasado. Porque, aunque parezca no ser más que una trillada frase hecha, “no hay mal que dure cien años”. Y es verdad: no lo hay. A lo sumo once. Todo es cuestión de levantar la cabeza, y recordar que sin importar cuán oscuro sea el túnel, siempre hay una luz esperándonos al final de este. Que este 2020, que ya se avecina, nos traiga esa luz que a lo largo de todo este año que ya se nos escurre de las manos anduvimos buscando. Sabrá Dios si la encontraremos. En cualquier caso, y como dicen los que saben medir muy bien sus palabras, no interesa cuán oscura sea la más oscura de las oscuras noches, pues siempre habrá un mañana.