Tengo fe en ser fuerte.
Dáme, aire manco, dáme ir
galoneándome de ceros a la izquierda.
Y tú, sueño, dáme tu diamante implacable,
tu tiempo de deshora. (Trilce, XVI)
Por Yeferson Carhuamaca
Hay dolores tan cercanos a la muerte como perseguir aquella tarde taciturna y nunca poder alcanzarla. De pronto Ruperto está sentado mirando la luna, ella brilla más que nunca y su luz llena cualquier cielo nublado. Los años y las veredas cambian, caminar por ellas es el quehacer de todos los días en esta ciudad rodeada de dioses, un pueblo que solo refleja su triste agonía en los charcos de lluvia en las calles más viejas. No hay un nuevo día para aquel que siempre despierta con sueño, piensa Ruperto.
Después de estar pensando y contemplando audazmente la fría noche y su majestuoso astro, entra a su cuarto solitario, ya son más de media noche y es la quinta en la que no puede atrapar el sueño, sus manos llenas de calambres y dolores puntiagudos han llenado sus extremidades, los ojos cansados de derramar lágrimas han hecho mella y han dibujado areolas negras en sus párpados. No quiere prender la televisión ni escuchar música, todo es paupérrimo, piensa. Luego enciende su pequeña hervidora eléctrica, calienta el agua para poder servirse un poco de té, está cansado de sostenerse en esta noche sin saber por qué o para qué. Un gato maúlla ferozmente en la inmensidad de su soledad y en la calle también.
Se mira al espejo, aquel que rompió de un puñetazo y las heridas en sus nudillos le recuerdan que ya son 32 años que no ve la luna con emoción, sino con dolor y melancolía, en todo estos años ha vivido muchas experiencias, como morir de frío en noches heladas de su natal tierra, observar a un grupo de jóvenes con armas y matando a otros por cuestiones políticas, al igual que le cortaran la luz a mitad de sus dibujos favoritos y prender una vela para poder encontrar sus cuadernos, encontrar muerto a una persona desconocida en la plaza, ver cómo lo alejaban de su hogar y volver a hacer una vida en una nueva tierra y ser nuevamente un desconocido discriminado y rechazado.
Muchos de sus amigos lo han olvidado, muchos de ellos se alejaron porque vieron en él maldad e hipocresía, Ruperto nunca fue lo que pensaban de él, iba a la iglesia los domingos, pero iba ebrio o con resaca, nunca amó a Dios, aunque siempre jura que existe, le gustaba lo prohibido y se enjuagaba en el tercer pecado capital; además era artista fingiendo ser “bueno” entre los que le conocían. Fue un ladrón desdichado, un vicioso por los juegos de apuestas, un plagiador desmedido, un arrogante pobre, un orgulloso nervioso y un mal estudiante. Ruperto se miraba a los ojos y pensaba en todo lo anterior.
Ruperto siente un martillo golpeando en el pecho, extraña al amor de su vida, a la sangre de su sangre, al corazón y dueño de este, al olor celestial de sus mejillas, la sonrisa eterna y sagrada de su hija. Se toma la cabeza, está solo y con sueño. De pronto al séptimo día de varios meses se hizo la luz de un amanecer que se mezcla con las lágrimas de Ruperto, su corazón empieza a tocar de nuevo los tambores de la vida, sus manos han dejado de templar y el espejo se ha terminado por romperse. Ruperto aprecia la mañana, toca sus manos y se limpia de todo resto de dolor en sus ojos, se levanta, observa que el panorama ha cambiado y que las sombras sobre sus sombras desaparecen con los halos de luz y él se prepara a caminar. Respira, respira, vamos, respira; piensa Ruperto.