Por Arlindo Luciano Guillermo
No soy inmortal, algún día voy a dejar respirar; sé que voy a morir, no sé cómo ni cuándo, pero eso va a suceder por ley natural de la vida. “Que el fin del mundo te pille bailando”, dice Joaquín Sabina. Yo digo: “Que la muerte me encuentre leyendo un libro, con un café, sin alguien jodiéndome la vida ni la tranquilidad”. ¿Cómo me recordarán? ¿Qué estaré dejando de valioso (si es que dejo) para merecer la memoria colectiva? Desde que me di cuenta que no soy perfecto ni dueño de la verdad hice de la canción Te seguiré de Alberto Plaza mi himno personal. ¿Qué será de mis libros que no son pocos? ¿Qué destino les espera cuando no haya quién los lea? Mientras eso no ocurra sigo cerca de mis libros, mirándolos, reservándoles un monto económico mensual como pensión alimentaria, sonriéndoles, acariciándolos, agradeciéndoles, leyéndolos, cuidándolos, dejando mis huellas en sus páginas.
En el suplemento Domingo (21/8/2022) de La República se publicó el reportaje Los libros del libertador. Se refiere a la donación de 700 libros que hizo el general José de San Martín a la Biblioteca Nacional del Perú, creada el 23 de agosto de 1821. Hace unas décadas la visité en la Avenida Abancay (Lima). Quedé estupefacto, boquiabierto, atónito, sin habla, al borde de la parálisis total. Miles de libros ordenados, una sala de lectores. En la casa apenas tenía un par de estantes y un anaquel llenos de libros; era la mía un ladrillo en las paredes gigantes de la Muralla China. Igual sensación tuve cuando visité la biblioteca del Convento de Santa Rosa de Ocopa. Siempre fui “interesado” con algunos amigos: los prefería más si tenían biblioteca; así podría pedirles prestados para leerlos. Hasta que tuve la mía. Yo no tengo inmuebles, bienes raíces, cuentas bancarias, pero sí mi biblioteca. Tengo afecto obsesivo y de interdependencia con mis libros: yo los quiero, ellos me aman. Vi con mis propios ojos las bibliotecas de Juan Giles (en los años universitarios), Mario Malpartida, Samuel Cárdich, Andrés Jara, Rubén Valdez y de Irving Ramírez por Zoom. ¿Cuántos libros acumulados durante años, una habitación solo para los libros, ordenados con diligencia? ¿Cuánto dinero invertido hay en esas bibliotecas? ¿Cuántas horas de lectura y diálogo, como dos amigos tomando café, con el libro y el autor? Una biblioteca que no tiene lector corre la misma suerte que la historia del cuento “El polvo del saber” de Julio Ramón Ribeyro: una gigantesca biblioteca convertida literalmente en polvo, postrado en un almacén, sin lector ni interlocutor.
Mis primeros libros fueron de segunda, aquellos que llegaron a casa sin saber de dónde procedían ni quién los trajo o de ediciones populares. El alféizar de la ventana de la sala comedor fue su primera residencia. Luego aparecieron los textos escolares. Mi Venciendo, luego Escuela Nueva, gruesos como ladrillos de cemento, eran mis tesoros donde había de todo como en Wikipedia. Yo tenía la costumbre de comprar libros escolares de los años que debía estudiar posteriormente. Cuando estudiaba tercero, ya tenía de cuarto y quinto. Así sabía lo que iban a enseñar mis profesores. Eran los tiempos del enfoque ultra cognitivo, donde se privilegiaba la repetición memorística del aprendizaje. Recuerdo aún mi libro de Geopolítica, de escasas páginas, carátula verde con un mapa político del Perú, que mi padre compró en Lima. Era el único en el colegio. Lo presumía delante del profesor; este me lo pidió prestado y hasta hoy espero la devolución. Así aprendí que el que presta un libro es tonto, doblemente tonto el que lo devuelve.
Una biblioteca (y ahora virtual) es un patrimonio cultural personal. Redactaré mi testamento (sin validación de notario) para dejar indicado la situación de mis libros. No quisiera que la polilla, el vandalismo, la indiferencia, el olvido injusto, la amnesia y el desprecio caigan como desgracia apocalíptica sobre mis libros, compañeros míos de muchísimos años, antídoto de la soledad, la enfermedad, leales durante la pandemia y el ostracismo, que tanto esfuerzo ha costado hacerla crecer, comprarles muebles adecuados, asearlos, liberarlos de los intrusos y rapaces, darles un sitio preferencial en la casa. Sé que los libros me van a sobrevivir. Cuando alguien coja un libro mío encontrará la huella de mis lecturas, mis manías de apuntar y los signos encriptados que utilicé.
El 23 de agosto se cumplen 201 años de la creación de la Biblioteca Nacional del Perú. El artífice fue don José de San Martín, a menos de un mes de haber proclamado la independencia el 28 de julio de 1821. El general San Martín donó 700 libros que llevaba consigo como la espada al cinto por Argentina, Chile y Perú; cruzó los Andes y desembarcó en Paracas con sus libros. Fue militar, estratega y lector; sin duda, un ciudadano culto, creyente en que la educación y la lectura serían los pilares de la naciente república. También creó la primera Escuela Normal de Varones el 6 de julio de 1822. De esos 700 libros, según Roberto Ochoa, sobrevivieron para la posteridad 70; han pervivido a la barbarie de la ocupación chilena de Lima y al voraz incendio en 1943. Esos 70 volúmenes (10%) han sido revueltos por dos presidentes chilenos: Michelle Bachelet y Sebastián Piñera. Serán exhibidos públicamente por el aniversario de la BNP. La explicación del proyecto monárquico de San Martín está en sus libros y lecturas.
Para Jorge Luis Borges, la biblioteca fue el acontecimiento más importante de su vida. Los libros, decía, tienen vida cuando son leídos; de lo contrario, son cadáveres, objetos inertes, sin vida. El lector le da vida al libro. La biblioteca es un emporio de conocimiento, placer, horas de soliloquio, soledad, sabiduría y exploración sin límites. Después de leer libros somos el ciudadano de Heráclito: el hombre de hoy no es el de ayer, el de hoy no sabemos cómo será mañana. Mi sombra desaparece con la luz, los amigos no están porque tienen ocupaciones y prioridades, los hijos levantan vuelo, pero mis libros están ahí, fieles como Argos o la fe inquebrantable, dispuestos a darme compañía y hálito para sonreír, llorar, pensar y salir del agujero negro de la adversidad. ¿Qué será de mis libros cuando me muera? Mi ilusión (o sea mi ficción, mi utopía) es vivir en una biblioteca las 24 horas del día, leer hasta quedar ciego como Borges, sin Alzheimer ni Parkinson, con los ojos abiertos como faros neblineros, la memoria como relámpago y el corazón como río que avanza hacia el mar.