Jorge Farid Gabino González
Desprestigiado al punto de que nadie en su sano juicio se atrevería a dar un solo centavo por él, el actual Congreso de la República vive ya las que andando el tiempo se habrán de recordar a buen seguro como sus postreras horas. Lo que no nos produce la más mínima pena, claro está. Es más, si no fuera de pésimo gusto, y de aún más pésima educación, el hacer leña del árbol caído, hasta nos animaríamos a tomarnos una copa de buen tinto en muestra de celebración por su inminente caída. Pero no. No lo haremos. Y ello porque, aun siendo el caso de que somos de los que están convencidos (completamente convencidos, a decir verdad) de que nadie en uso cabal de sus facultades mentales debería salir a favor de que no se cierre el Congreso, consideramos que es justo, y necesario, atemperar en algo nuestras bullentes emociones, tomarnos el asunto con más de cautela, que no es poca cosa lo que como país nos estamos jugando, a fin de cuentas, con lo del cierre del Parlamento. Más aún si lo que no queremos es caer en el juego de quienes, como por lo demás era previsible que ocurriera, pretenden ahora, ¡y vaya que lo están logrando!, hacerse a las víctimas: nuestros pobres congresistas.
La culpa de que esto último haya comenzado a suceder es, por supuesto, de nadie más y de nadie menos que del Ejecutivo, quien, con su postura destemplada, arrogante, soberbia, en cuanto a exigir al Congreso la aprobación de los cinco proyectos de ley de reforma constitucional y legal presentados el jueves último al Hemiciclo por el presidente del Consejo de Ministros, Salvador Del Solar, como parte del planteamiento de la cuestión de confianza, no ha hecho más que darle poderosos argumentos al Congreso, para hacerle creer a la ciudadanía que a lo que nos estamos enfrentando los peruanos es al nacimiento de una nueva tiranía, a la irrupción, si bien camuflada, pero irrupción al fin y al cabo, de una nueva dictadura. Por supuesto que nada de ello es cierto, pero argumentos, como quedó dicho, la verdad es que no le falta a aquella tira de rufianes; argumentos para ponerse en plan de víctimas, argumentos para apelar a la conmiseración internacional.
A todo esto, ¿hacía falta, en verdad, recurrir a la imposición manifiesta, a la presión declarada, para llevar adelante la cuestión de confianza, por muy válida que esta pueda ser, y que de hecho lo es en virtud de lo que se vive hoy en el país? ¿Eran realmente necesarios el tono altisonante y la actitud altanera con que el premier Del Solar llegó hasta el Congreso para solicitar formalmente la aprobación de los cinco proyectos de ley destinados a lograr las reformas políticas que el Perú necesita? Pues no. Resulta evidente que no. Y es que, en política, como en casi todo en la vida, las formas cuentan. Lástima que al Ejecutivo le faltó el tino y la cautela necesarios para enfrentar una situación que, por muy urgente y necesaria que fuese, precisaba, forzosamente, de la respectiva dosis de serenidad para que asunto tan delicado como el de que se trata no fuera desvirtuado en razón de la torpeza de su planteamiento, del desacierto de su presentación.
Un primer ministro, y, a través de él, el Ejecutivo todo, no puede rebajar su discurso al nivel del de cualquier fujimorista de medio pelo, del de cualquier aprista de cuatro esquinas. Que las pataletas, los berrinches, las rabietas, son procederes harto conocidos de estos granujas, mas no lo deberían ser de quienes están llamados, más por descarte que por otra cosa, a ser los sensatos de la historia, los mesurados de la fiesta. Pues en tiempos como los que vivimos, en que ya nadie parece creer en las buenas intenciones de nadie, no estaría fuera de lugar el que nuestras más altas autoridades del Ejecutivo comenzaran a ponerse a la altura de las circunstancias, al nivel del enorme papel histórico que están a punto de jugar; y que, por ello mismo, no se deberían permitir ni el más mínimo asomo de flaqueza. Porque recordemos que la matonería con que proceden algunos suele camuflar, a veces, sus mayores miedos, sus más grandes temores. A estos canallas no hay que tenerles miedo, ministro Del Solar. Si de perros que ladran no pasan.
Como sea, y es lo que cuenta, todo hace indicar que, a diferencia de Pedro Pablo Kuczynski, a quien le faltaron los pantalones para mandar a su casa al que es de lejos el peor Congreso que ha tenido nuestro país, al presidente Vizcarra no le temblará la mano para cerrar ese burdel. ¡Que lo cierre de una vez! El mundo no se acabará por eso. Todo lo contrario, el Perú será, más bien, un poquito mejor. Pero solo un poquito, eh, que tampoco es para que nos hagamos muchas ilusiones.