Arlindo Luciano Guillermo
¿Por qué los peruanos hemos merecido presidentes presos, con prisión preventiva o arresto domiciliario? Ellos fueron elegidos en las ánforas por ciudadanos conscientes y con DNI. ¿Qué maldición ha caído sobre nosotros? ¿Qué no hemos hecho correctamente en el momento de elegir presidentes de la República? ¿Qué nos espera en las próximas elecciones en el bicentenario de la Independencia? Quienes elegimos gobernantes somos nosotros, sin que nadie nos ponga una navaja en la yugular o un revólver en la sien. Si la política causa alergia a muchísimos ciudadanos, si nos gobiernan los políticos que tenemos, vemos y sabemos de qué pie cojean, que tienen rabo de paja, que tienen “infames anticuchos”, entonces nos asalta, como ladrón en la oscuridad, la pregunta del millón: ¿A quiénes vamos a ver en las próximas elecciones?, ¿Quiénes serán los ciudadanos que aspiren al poder político, al escenario de la gestión pública, al liderazgo democrático y la capacidad de resolver problemas para mejorar la calidad de vida de los ciudadanos y promover el desarrollo material y educativo de los pueblos? Si no somos nosotros, serán ellos los que gobiernen. Cuando estén en ejercicio del poder político y control institucional, ya es tarde para arrepentirnos, excepto la revocatoria y la vacancia, que resultan burocráticas y de intenso trabajo político.
Ningún gobernante en democracia, llega al poder político por sí solo. Se accede al poder, a través de elecciones, luego de una agitada campaña, convencer al electorado con una plataforma de ofrecimientos. Si tenemos los gobernantes que tenemos, la culpa (o responsabilidad) no es de ellos, sino de nosotros. Un gobernante tiene que ser ético, un ciudadano moral, capaz de liderar con honestidad, principio de autoridad y de legalidad. Las decisiones que tome dependerán de sus convicciones y la necesidad de mejorar los servicios públicos, implementar con efectividad políticas en salud, educación, saneamiento, identidad cultural, inversión pública, atracción de capitales privados, que se ha convertido en el motor que genera mejor calidad de servicios, empleo, más tributación y crecimiento de los índices de desarrollo humano y del PBI.
Alberto Fujimori en la cárcel, Alan García se suicidó antes de salir de su casa enmarrocado y sometido a prisión preventiva, Pedro Pablo Kuczynski vacado primero y luego con arresto domiciliario, Ollanta Humala y Nadine Heredia fueron encarcelados, liberados después para enfrentar las denuncias en libertad. Alejandro Toledo es la cereza en la torta. Está encarcelado en los Estados Unidos, acusado de corrupción, le espera la extradición y juzgamiento en el Perú. Susana Villarán está en la cárcel. Keiko Fujimori, que casi fue presidenta del Perú, estuvo con prisión preventiva; congresistas suspendidos del Congreso por diversas razones (caso Mamani es el tristemente más emblemático) y otros desaforados sin posibilidades de retorno. Los Cuellos Blancos habían conformado una perversa cofradía de funcionarios para delinquir, traficar influencias y favorecer con sentencias y veredictos al mejor postor. La corrupción es una siniestra organización de ciudadanos con terno azul presidente, títulos académicos y pingües sueldos que corroen el tejido social y moral del Perú.
“¿Qué hacer, señor ministro de Salud?”, decía César Vallejo. Es un problema con raíces históricas, culturales y educativas. Hubo corrupción en la colonia. Manuel Amat, célebre por haber sido pareja sentimental de La Perricholi, metió las uñas largas, a diestra y siniestra, sin temor ni remordimiento, al tesoro público del virreinato. Hubo corrupción en el gobierno de Rufino Echenique, de Augusto B. Leguía, ni qué decir del ochenio de Manuel A. Odría. Basta leer con interés sociológico, político y artístico la novela de Mario Vargas Llosa, Conversación en La Catedral. Cuán necesario y urgente se hace la lectura de La corrupción en el Perú de Alfonso Quiroz. Debe ser un libro del plan lector en colegios públicos y privados, en las universidades, en el magisterio.
Si la corrupción tiene tejido canceroso, en metástasis, entonces el remedio es la educación significativa y trascendental, no aquella que privilegia el memorismo y la repetición de la lección al pie de la letra. La “educación cotorra” es un absurdo. Enseña la familia, enseñan los padres de familia, enseñan las autoridades. Todos enseñamos. La educación tiene que estar impregnada hasta el tuétano de ética. Educación sin ética es equivalente a política sin ética. Ya sabemos qué sucede cuando la política desprecia o subestima la ética. El Ministerio Público y el Poder Judicial tiene que seguir haciendo el trabajo que les corresponde. El gobierno de Martín Vizcarra tiene la consigna de acabar con la corrupción. Ojalá sea una meta que se cumpla el 28 de julio de 2021.
Expresidentes de la república, líderes políticos, exalcaldes y exgobernadores regionales están en la cárcel. Quién pensaría que así iban a terminar, sin pena ni gloria, cuando hacían campaña y prometían cero corrupción, transparencia y cuentas claras, gobernar para los pobres. Mientras el ejercicio de la política esté divorciado y por encima de la ética y la honestidad, la corrupción será una tentación y más tarde un hecho consumado; mientras la educación no resuelva problemas ni contribuya con la madurez emocional del ciudadano y deje de lado la felicidad, el altruismo y el respeto por sí mismo, al prójimo y las instituciones, la corrupción estará enquistada en la sociedad; mientras más nos alejemos de la política, empeorará la situación. Así que no queda otro camino que hacer política y participar en la política en elecciones o ejerciendo el pensamiento crítico.