PAISAJE REVOLUCIONARIO

Por Israel Tolentino

Expongo en el espacio de casa Fugaz, la sala 100 del proyecto Monumental Callao, la muestra individual se titula “Paisaje revolucionario”. Lugar concedido por Leyla Aboudayeh a quien agradezco abismalmente.

El paisaje es entre nosotros, luego del destete, la madre sustituta. Si no son los médanos, los peces, el gris, la brisa y el mar de la taciturna costa, son los collarines blancos en las aserradas cuestas y caminos sobre hondos precipicios indomables de los andes o, la infinita, misteriosa, inextricable, ilusoria, serpenteante verde amazonia.

Lo revolucionario en Latinoamérica es un cuño desde las remotas conquistas, desembarcos por dondequiera de los estados colonizadores, así como desde la República, valgan las justificaciones: luchas económicas, sociales, ideológicas, etc. En la selva central peruana, Juan Santos Atahualpa y en tiempos recientes leyendas como Javier Heraud y Hugo Blanco, todos referentes que han alimentado el mito revolucionario.

El pasaje es parte de esta confrontación diaria, donde ha asumido la categoría de sujeto, es decir hoy en día la reyerta es: ser humano contra el paisaje. El territorio que le ha amamantado está expuesto a un sanguinario matricidio; entonces ser revolucionario en tiempos donde los edictos escriben ¡guerra! en mayúsculas, es la distopía perpetrada; contra la infamia de las batallas para cambiar o mantener un orden, queda el trabajo pedagógico de larguísima cosecha (sin certeza ni seguridad) y, es que cambiar conciencias, dejando de mirar la imagen reflejada en una copa de vino entre los dedos, es ir contra lo aprendido, es esperar a Godot.

“Paisaje revolucionario” se aleja de las connotaciones ortodoxas de sí mismo (la línea de horizonte, arriba, abajo, perspectiva, etc.) para ir a una búsqueda donde lo plasmado es una construcción “realista” incitada por todos los sentidos, donde los ojos son un sentido más. La exposición en ciernes no tiene ninguna arenga, ni brazo tirante empuñando un arma o un hombre terminando con la libertad o vida de otro diferente.

Esta vuelta brusca para escudriñar desde otros frentes ha terminado por llegar al origen, al estudio y asimilación de la iconografía Yánesha, lejanos pobladores nómades de la selva central; comunidades que habían logrado una convivencia armónica con su paisaje, tomando los peces cuando eran necesarios, cazando de igual modo y dándose cuenta de cuando debían migrar; dejar que lo tomado vuelva a recuperarse. Ser fracción en la cadena alimenticia como el águila y el conejo.

La revolución de hoy es entonces, retornar al origen, descontaminar la mirada. Cuando todo ha llegado a su fin toca retornar al inicio, buscarlo, escarbarlo, añorarlo. Plantearse una nueva lectura desde la convivencia pacífica y el análisis crítico. Las armas no sirven para nada, es la mente a la que hay que equilibrar.

La mayor parte de las 24 obras son formatos ovalados, formas usadas por la clase burguesa principalmente para enmarcar fotografías como síntoma de buen gusto, de estatus y afrancesamiento. Sobre ese soporte ovoidal y otros, en la Bellas Artes se han erguido formas y colores que hurtando iconografías ancestrales han terminado en juegos formales, repetitivos y monótonos. “Paisaje revolucionario” no es un juego formal, ni variantes de composiciones, ni homenaje a nada, es una apuesta por adentrarse en la mirada del poblador originario y abstraerse como él en el encuentro con su paisaje. Encontrarse en sus símbolos, líneas, significantes, comulgar con el gesto antiguo, donde los colores y las formas, así como los materiales ocupan al final la categoría de instrumentos que según las necesidades espirituales pueden ser reemplazados.

Prestar atención al paisaje y aprehender sobrepasa el canon occidental, en la visión Yánesha, una seguidilla de diagonales rodeando un rombo puede describir las piedritas a orillas del río, la pintura cubre el cuerpo como una piel sobre la piel, es un hallazgo sorprendente el movimiento, una necesidad de animar los signos.

Tener la mirada despercudida del icono, del relato narrativo es un proceso largo, pero no imposible, la certeza de hallarse en el centro de los objetos que han dado sustancia a esas líneas y color monocromático es un reto, quedan la paciencia, constancia, la observación y sobre todo vivir.

Volver a reflexionar desde el origen no es una fórmula segura ni solución, pero si puede ser un tropezón en estos tiempos liminales (Pozuzo, diciembre 2023).