Por Arlindo Luciano Guillermo
Si no hacemos algo concreto y efectivo ni tomamos al toro por las astas perderemos reino, trono y heredero. Prevenir antes que lamentar pareciera una frase literaria e incoherente, lloramos sobre la leche derramada. Ironía en un país donde hay instituciones del Estado que tienen, precisamente, el trabajo de anticiparse a la ocurrencia de los hechos. Una estudiante de 11 años de una institución educativa de Independencia (Lima) falleció por ingesta de pastillas sin prescripción médica para cumplir un reto de Tik To. Está muerta, nada la resucitará. ¿Por qué lo hizo? ¿Quién la indujo? ¿Cómo consiguió tal medicamento? ¿Quién es el proveedor? Esperamos una tragedia para entender la lección y recién tomar conciencia de los hechos reales. La violencia política de los 80 ya no existe, pero la secuela está ahí: maltrato infantil, racismo fáctico, feminicidio y “protestas legítimas reprimidas con balas, muerte, impunidad y negación”. Es el Perú que vemos a diario. La prevención es antes, no después. Así es nuestra cultura ciudadana y política. A veces creemos que el único y exclusivo problema que aflige a niños y adolescentes en el colegio es el bullying; sin embargo, hay otras situaciones, riesgos y amenazas contra la integridad física, psicológica y emocional. No basta insistir en la calidad de la enseñanza, los aprendizajes y el ingreso a la universidad. Cuántos ciudadanos transitan sin haber aprendido a escuchar, tomar decisiones correctas ni establecer asertivas relaciones interpersonales. La salud mental es tarea pendiente, la paz espiritual un bien carísimo que no necesita de tarjetas de crédito ni palacios de lujo. La sociedad competitiva y mercantilista de hoy nos ha hecho creer -nos ha deglutido con zapato y calcetines- que el termómetro de la felicidad y del éxito es el dinero, la fortuna, los bienes materiales y comprar en los centros comerciales, aunque haya procesiones interiores e incendios que atormentan la vida propia y la de los demás.
Gente infeliz en residencia de oro, gente feliz en un bohío solo con lo necesario; gente que muere por un celular, gente que cree que el boato y la fortuna son indicadores de bienestar y triunfo personal, social y profesional; la vida se mide por la felicidad disfrutada. Es falso creer que lo material hace feliz al ciudadano. Se trabaja todo el día, los hijos quedan en casa a merced de Internet, redes sociales, video juegos adictivos, pornografía. Debemos escuchar mil veces la canción No basta de Franco de Vita y ver el documental El dilema de las redes en Netflix. No es suficiente dar a los hijos comodidades, zona de confort, ropa de marca y zapatillas costosas, tecnología, móvil de alta gama. Ellos necesitan -sin yo presumir de “buen padre”, menos ejemplar- que los escuchen, les den más atención y leer sus gestos y cambios emocionales, tiempo de calidad. Hemos, lamentablemente, olvidado el “saber escuchar”, ignoramos por completo la asertividad (“no es lo que dices, sino cómo lo dices”), no sabemos de qué pie cojean los miembros de la familia. Escuchamos, no oímos o escuchamos mientras chateamos o contestamos el celular. El celular es una adicción, nos ha quitado la costumbre de la sobremesa, charlar, hacer tertulia, “chismear a diario”, hablar de la vida sencilla como observar en la noche la Luna desde la azotea de la casa, el vuelo de los pájaros o el zumbido de la abeja. Hemos olvidado que la razón de ser de los ciudadanos en la Tierra es la felicidad. Hasta hoy nadie ha descubierto la fórmula de la felicidad perfecta ni el antídoto contra la muerte; solo queda aprovechar la vida sin apremios ni distracciones. La toxicidad en las relaciones interpersonales socava y abre orillas.
Cuánto daño, a veces irreversible, con secuela de resentimiento posterior, se hace a los hijos cuando los colocamos entre la espada y la pared. Indisponer (por no decir “envenenar”) premeditadamente con odio, indiferencia glacial, distanciamiento geográfico, deseo de desquite y anulación de identidad parental, es frustrar la felicidad y el bienestar. Las rencillas de pareja no deben salpicar a los hijos; ellos, lamentablemente, son perjudicados por decisiones desacertadas que se deben asumir con hidalguía y despojo de ira y vendetta. Mi amiga María Núñez me dice, en la Semana de la Educación Inicial, que “si queremos ciudadanos felices hay que educar niños felices en un ambiente de armonía y respeto”. Sin hablar pienso: “¿Por qué somos adultos infelices, con amargura precoz y tóxica, ansiosos por las deudas, la estrechez económica, sin ganas de vivir con alegría en el rostro y en el corazón, pero con sueldo holgado, casa en zona residencial y vehículo último modelo?” El domingo 18 de junio es el Día del Padre. ¿Cuántos hijos no estarán junto a sus progenitores solo porque han visto una cara de la moneda, por escuchar una versión del conflicto, sin derecho a réplica ni indulgencia? Los padres que no pueden ver a sus hijos, por razones diversas, egoístas o sentencias judiciales, sufren como remadores de galera. El resentimiento es un daño pernicioso que aflora en edades siguientes; no tiene cura, solo terapia. La herida desaparece, queda la cicatriz como advertencia. Los primeros interesados en que los hijos gocen de salud mental y equilibrada son los padres. Dice la sabiduría popular: “La educación viene de casa”. Nadie enseña con la elocuencia de Cicerón, sino con hechos y actitudes.
Queda un trabajo conjunto para proteger a niños y adolescentes de los riegos y amenazas en las redes sociales y la calle donde hay alcohol, drogas, trata de personas, pornografía, violencia callejera. Hay que insistir tercamente en una educación por competencias; es la redención, no hay otra. Se resuelve un problema con autonomía, decisiones y pensamiento crítico. El rol de los padres (juntos o separados) es insustituible y un reto permanente. Los hijos no son trofeos de guerra. Lamento la muerte de la estudiante de 11 años. ¿Quién será la “próxima víctima” de desidias, impertinencias y desatenciones? Los lamentos no resucitan cadáveres. Habrá responsabilidades institucionales, administrativas, incluso sanciones penales, nada resucita muertos. De qué sirven estudiantes enciclopédicos, con toneladas de conocimientos, primeros puestos en el colegio, en los concursos, en la universidad, diplomas, gallardetes, fotos para el Facebook cuando hay déficit de competencias, crisis de valores éticos, relaciones interpersonales y habilidades verbales. Le sugerí a un estudiante que recogiera una botella vacía de plástico tirada en el piso. Me respondió que él no lo había arrojado. Yo lo recogí. Dije: “Es la realidad”. De qué sirve que sepa matemática y la exhibición de veintes en los exámenes; vamos de mal en peor. Albergo una fe terca en que la sociedad puede mutar en justa, correcta, solidaria donde vivir feliz sea la prioridad y el dinero el medio de subsistencia. Cuando morimos ingresamos a un ataúd, ahí no caben riquezas, bienes ni propiedades, sino la felicidad, las vivencias dignas de recuerdo. Me apenan las muertes, algo hay que hacer para que la vida sea merecida, sin mayor esfuerzo que ser feliz; ser feliz no es tener ni poseer, sino vivir y disfrutar.