Jorge Farid Gabino González
Escritor, articulista, profesor de Lengua y Literatura
No ha sido el Congreso de la República, por lo menos no desde que tenemos noticia, una institución que haya destacado alguna vez por la alta calidad académica de sus integrantes. Salvo contadas, contadísimas excepciones, a decir verdad, la gran mayoría de los parlamentarios que para infortunio nuestro han pasado por el Hemiciclo en los últimos por lo menos treinta años destacaron sobre todo por su chatura intelectual, por su escasa e incluso nula formación profesional, por su más bien limitada capacidad de discernimiento. Circunstancia, la señalada, que, comprensiblemente, influyó no poco en el ya legendario desprestigio de que goza el Legislativo hasta el día de hoy.
Por otra parte, tampoco es que, en lo concerniente al asunto ese de la moral, tan manoseado hoy en día por quienes tienen aún la esperanza de vacar al presidente Castillo, y esto a sabiendas incluso de que difícilmente se podrá alcanzar los votos necesarios para enviarlo a su casa, con un Parlamento de las características del que ahora tenemos, nuestros congresistas se hayan particularizado en algún momento por tener una conducta intachable, una actuación en la que no se pueda advertir ni la más mínima mácula. Todo lo contrario. Pues si ha existido una constante en cada uno de los congresos que hemos visto pasar en las últimas tres décadas, esta ha sido su increíble capacidad para autosuperarse en indecencia, en desvergüenza, en impudicia. De modo que esperar grandes cosas del Congreso no es, a la luz de lo dicho hasta aquí, algo en lo que valga la pena poner esperanza ninguna.
Con todo y con eso, resulta inevitable no voltear a ver al Congreso cada vez que sale a la luz un nuevo caso de posible implicancia del presidente en situaciones no solo reñidas con la manida moral, sino también y sobre todo, lindantes con el delito. Y esto porque, aun cuando tenemos claro que del Parlamento peruano es poco o nada lo que puede esperarse, siempre existe la posibilidad, o por lo menos es lo que quisiéramos pensar, de que podamos equivocarnos, esto es, de que la gran mayoría de nuestros inefables congresistas no sean finalmente tan bribones, tan canallas, tan granujas, como por ciertas conductas suyas a menudo nos inclinamos a creer.
Porque, bien vistas las cosas, no puede ser posible que, a pesar de ser testigos directos, como todos los peruanos, del rosario de bellaquerías con que día a día nos sigue sorprendiendo el gobierno de Pedro Castillo, no se resuelvan aún ajustarse bien los pantalones, y a mandar al impresentable ese a su casa. Que por mucho menos de lo realizado por el analfabeto de palacio, países con más sentido común que el nuestro habrían puesto punto final hace mucho al descalabro social y político en que nos encontramos hoy sumidos a lo largo y ancho del país.
Y que quede claro que esto no es, como dice el sujeto ese, una suerte de asqueroso y criminal complot urdido por la derecha en contra de él, por el simple y sencillo hecho de que proviene del llamado mundo andino, de que es, como le encanta decir, un pobre y desamparado hijo del pueblo. ¡Faltaba más! Se trata, ni más ni menos, de tener una pizca de sentido común que nos permita darnos cuenta de que, si seguimos por este camino, al país solo le puede esperar la ruina. Y también, claro, de tomar pronta conciencia de que si no se hace algo, y pronto, para ponerle un alto a esta sucesión de acontecimientos nefastos a los que por más increíble que parezca parece habernos acostumbrado ya la gestión de Castillo, llegaremos a un punto en el que difícilmente podremos hallar el camino de retorno.
El bien del país así lo demanda. Y el Congreso de la República tiene en este momento en sus manos la que es quizá la tarea más importante que se hubiera podido imaginar jamás: salvar al país de la ruina a la que, irremediablemente, nos viene empujando la desastrosa gestión del presidente Castillo. Que nunca como ahora el Perú había gozado, con todo y las innegables desigualdades sociales que todavía son nuestra principal asignatura pendiente, de una estabilidad macroeconómica sin precedentes. Solidez financiera que después de mucho tiempo nos daba por lo menos la certidumbre de que, si seguíamos por ese sendero, acabaríamos alcanzando en algún momento esa tan deseada bonanza económica de la que gozan países con muchísimos menos recursos que el nuestro, sí, pero con una mayor y evidente responsabilidad en el manejo de su economía.
Lástima que todo ese auspicioso porvenir, afectado duramente por la pandemia y sus terribles secuelas, tenga que verse encima perjudicado también por la irresponsabilidad con la que quienes nos gobiernan se vienen tomando su trabajo. Ojalá que, cuando se den cuenta por fin de que lo que nos estamos jugando aquí no es solo lo que vaya a pasar con el Perú en un futuro cercano, sino también lo que habrá de aguardarle a las nuevas generaciones, no sea demasiado tarde.