Ni vacuna ni deja vacunar

Escrito por: Jorge Farid Gabino González

Escritor, articulista, profesor de Lengua y Literatura

 Antiguo como el idioma, el conocido refrán “El perro del hortelano” ha gozado de una indiscutible presencia en lengua castellana desde la noche de los tiempos. Es tal su vitalidad, de hecho, que además de encontrarlo en innumerables textos de todas las épocas, ha llegado incluso a darle nombre a una vibrante comedia del gran Lope de Vega, lo cual no es poco decir. Vigor este que, como todo lo relacionado con cuestiones de lengua, responde en principio y naturalmente al uso constante y permanente que los hablantes hacen de él. Así, y aun cuando se lo presenta a menudo como quedó dicho, esto es, como “El perro del hortelano” a secas, es de advertir que en ocasiones suele ir acompañado de la terminación “que ni come ni deja comer”, suerte de explicación, innecesaria para nuestro gusto, sobre la índole egoísta de aquel a quien se atribuya la referida expresión.  

Viene a cuento lo anterior porque en el Perú parece haberse hecho ya costumbre entre nuestros políticos el que actúen como el perro del hortelano. Pues no solo no hacen las cosas que por funciones están llamados a hacer, sino que además ponen todas las trabas habidas y por haber para que otros tampoco las hagan. Tendencia que, contra lo que se podría creer, es mucho más fuerte de lo que cualquiera se podría imaginar. Al extremo de que ha alcanzado incluso a la figura del presidente de la República, que, con su postura de tozuda oposición a que las empresas privadas adquieran y apliquen las vacunas contra el coronavirus, no ha hecho otra cosa que demostrar que está a la misma altura que cualquier perro del hortelano, que no come ni deja comer, o, lo que es lo mismo, que no vacuna ni deja vacunar.   

Porque de qué otra manera se podría entender que pudiendo autorizar la importación y comercialización de las vacunas, no lo haga. Aun a sabiendas de que ello significaría un gran alivio para el Estado, en lo económico, en lo logístico, y, lo más importante, en lo que al costo de vidas se refiere. Pero no. A este señor se le ha metido entre ceja y ceja que tiene que ser el Estado quien se encargue de ello. Lo que estaría bien, desde luego, si estuviera en la capacidad de poder hacerlo. Y sabemos que no es así. Por si tanta insensatez no fuera suficiente, las razones del señor Sagasti para justificar su despropósito son casi tan ridículas como su postura misma. Ya que, además de apelar al trasnochado argumento de poner sobre la mesa las inveteradas diferencias entre ricos y pobres, se autoacusa de que en el supuesto de que las empresas privadas comiencen a vacunar a los que puedan pagarse su inmunización, los que no puedan hacerlo se quedarán a la larga sin vacunas, ya que estas dependerán del Estado.

Aquí sus reveladoras palabras: “Lo que no queremos es que el que tiene plata se vacune y el que no tiene, no». ¡Por qué el que no tiene plata habría de quedarse sin vacuna, si el Estado “dice” que las brindará! ¿O es que en el fondo hasta usted duda de que lo hará? Porque preguntas son estas que alguien tendría que responder: ¿Por qué los que no se podrían costear una vacuna por cuenta propia se quedarían sin la misma, si el Estado dice que tendrá vacunas para todos? ¿No sería más sensato aceptar que, así como vamos, es decir, teniendo solo al Estado como único responsable de las inoculaciones, acabaremos de vacunar a toda la población para el Tricentenario?    

La cuestión es simple, señor Sagasti: si el Ejecutivo estuviera realmente en condiciones de vacunar a los 24.5 millones de peruanos que se proyecta inocular contra la COVID-19 antes de fin de año, hasta se podría entender, si acaso, que se niegue a permitir la importación y comercialización de vacunas por parte de las empresas privadas. Demás está decir, sin embargo, que no lo está. Y no solo no lo está porque los casi 50 millones de dosis que se precisaría para ello no las tiene (y sabrá Dios cuándo las tendrá), sino también porque demostrado está, a la luz del número de inmunizaciones que se tiene realizadas hasta el momento, que no posee la capacidad logística para cumplir con tan descomunal tarea dentro del plazo antedicho.

Lo que no tendría por qué implicar mayor problema, si tuviéramos, claro está, todo el tiempo del mundo para esperar a que el Estado, con su ya habitual paciencia de paquidermo, vacune a la población en su conjunto antes de que para cierto sector de esta sea demasiado tarde. Lástima que no lo tengamos. Pues cada día que pasa sin que se cuente con la vacuna, se pierden cientos y cientos de vidas, que no tendrían por qué perderse debido a la probada incapacidad, a la demostrada inoperancia, a la confirmada negligencia del Estado. Lo peor es que, al paso que vamos, habrán de pasar todavía muchos meses para que todos podamos ser inmunizados, en el supuesto improbable de que se cumpla con lo planificado, con las consecuencias fatales que de ello se derivan para la población. Un poco de sensatez es lo que se le pide, que no estamos para andar jugando al perro del hortelano.