Escrito por: Jorge Farid Gabino González
Escritor, articulista, profesor de Lengua y Literatura
Es ya un lugar común el decir que la Internet ha cambiado, y para siempre, la manera en que vemos y asumimos un gran número de aspectos relacionados con nuestra vida cotidiana. Aspectos que, hasta antes de la irrupción de la red en casi todos los ámbitos del quehacer humano, desarrollábamos en muchos de los casos de maneras incluso tan diametralmente opuestas a las formas en que lo hacemos ahora, que no podemos hacer menos que sorprendernos ante la constatación irrefutable de lo mucho que hemos cambiado en los últimos años. Sobre todo, en lo que toca a la forma en que hoy realizamos actividades que en principio jamás habríamos imaginado que se pudieran hacer de un modo distinto al que lo habíamos hecho desde siempre.
Con todo y ser un hecho, como se dijo, el que la Internet haya trastocado nuestras vidas de un modo que nos atreveríamos a tildar de irreversible, respecto, por ejemplo, del modo en que ejecutamos nuestras actividades no solo domésticas, sino también profesionales; hay todavía un número considerable de ámbitos del quehacer humano que todavía no han sido “golpeados” tanto por el influjo de las nuevas tecnologías de la información y la comunicación y de las omnipresentes redes sociales (dependientes en gran medida, como se sabe, de la Internet). Uno de dichos ámbitos es, naturalmente, el cultural (entendiéndose esta palabra en su sentido más restrictivo). Ello porque, aun cuando salta a la vista que aquí también vivimos hoy toda una serie de cambios resultantes de la llegada de la Internet, todavía hay cierto sector de él que se “resiste” a transigir ante los imperativos que plantea esta nueva forma de interactuar con la realidad.
Es el caso, sin ir lejos, de la literatura; que en lo que concierne, por ejemplo, al establecimiento de su canon, aún se niega a abandonar por completo los principios y procedimientos que, hasta antes de la llegada de la Internet, vale decir, hasta antes de la irrupción de las redes sociales en casi todos los escenarios de nuestra vida, empleaba con mayor o menor fortuna para tales efectos. Pues no es difícil constatar que siguen siendo los actores tradicionales, aquellos conformados, básicamente, por los críticos literarios, quienes determinan qué libros deben formar parte del canon, por su calidad literaria, por su rigor formal, por su trascendencia; y qué libros, por otro lado, deben, por decirlo así, pasar al olvido. Lo que no quiere decir, desde luego, que no existan excepciones a lo antedicho. Las mismas que pasan, entre otras cosas, por tener que reconocer, asimismo, la relevancia que en los últimos años han venido cobrando las redes sociales en cuanto a la proposición de los títulos que habrán de ser considerados por los lectores; títulos que sin estar “avalados” por el respaldo que les podría brindar el ser propuestos por alguna gran firma, poseen, sin embargo, la validez que les confiere el ser sugeridos por los llamados influencer, individuos cuyo reconocimiento, para muchos inexplicable, en el ejercicio de determinada actividad o materia los hace merecedores de la consideración de amplios sectores de la población, lo que los convierte en poco menos que autoridades en aquello de lo que se ocupan.
Así, resulta indiscutible que lo que hasta hace un par de décadas atrás asumíamos como canon literario, esto es, como ese catálogo de autores u obras a los que acostumbrábamos a tener por modélicos, hoy ya no necesariamente suele ser el mismo ni, mucho menos, se determina tampoco de la misma manera. Ello porque desde el surgimiento de la Internet, y, de forma particular, desde la llegada de las redes sociales, ha cambiado tanto el panorama en todo orden de cosas, que en lo que corresponde a lo que nos ocupa en este momento, la situación no ha sido diferente. Pues comenzando por el listado de obras u autores que hoy se asume como referentes de lo que se tiene por digno de conocerse, de ser leído, este no tiene ya únicamente a los críticos literarios como los principales responsables de su establecimiento, sino también a individuos profanos, gentes que sin tener necesariamente la respectiva formación académica, necesaria, como es sabido, para la proposición de lo que ha de ser tenido como punto de referencia de la calidad literaria, se ocupan, no obstante, de dictaminarlo.
Conocidos por tener a cientos y hasta a miles de “seguidores” pendientes de lo que les propongan como digno de ser tenido en cuenta, son los dichos influencers individuos por lo general carentes de formación literaria formal; pero que, sin embargo, se valen de su conocimiento temático de ciertas obras literarias, para que, a partir de las referencias a la trama y a las características de los personajes que van llevando a cabo respecto de un libro en particular, los potenciales lectores, es decir, sus “seguidores”, se vayan haciendo una idea general de la “calidad” de la obra en cuestión, y, con ello, de la “necesidad” de tener que leerla, de la imperiosidad de tener que considerarla entre “los libros que toda persona debería leer antes de morir”, como acostumbran sentenciar estos personajes.