Desconocidos olímpicamente por la gran mayoría de peruanos, un nada desdeñable porcentaje de candidatos que aspiran a formar parte del próximo Congreso participan de esta por decir lo menos singular característica: la de ser gentes con poca o casi ninguna experiencia en el ejercicio profesional de la política. Lo cual, desde luego, posee la indiscutible ventaja de que, al no haber transitado por los a menudo tortuosos caminos de esta, estarían exentos de las “secuelas”, de los “daños colaterales”, de los “nefastos efectos” que de ordinario suele acarrear su incursión en ella, y, por tanto, serían los prospectos perfectos para revertir la pésima imagen que, gracias a las sabandijas que conformaron el anterior Legislativo, hoy tenemos de los congresistas; mientras que, por otro lado y al mismo tiempo, el ser nuevos en política conlleva la también indiscutible desventaja de que, al no haber tenido participación en cargo político ninguno, vale decir, al carecer de “historial” que dé cuenta de su desempeño, son estos, y lo que podrían llegar a hacer de alcanzar un escaño en el nuevo Congreso, poco menos que una verdadera incógnita.
Así, quienes en las próximas elecciones de enero de 2020 vayamos a las urnas, nos enfrentaremos a la paradoja de que, por querer elegir como nuestros representantes ante el Legislativo a ciudadanos honorables (en la presunción debatible, claro, de que quienes no hayan participado jamás en política tengan que poseer, a priori, dicha característica), acabaremos llevando al Congreso muy probablemente a gentes sin ninguna experiencia en el quehacer político. Lo que, hechas las sumas y las restas, habrá de causarnos más perjuicio que beneficio. Y ello porque el nuevo Hemiciclo tendrá, como se sabe, la enorme responsabilidad no solo de encaminar las reformas políticas que tanto necesita nuestro país, sino que además deberá también estar a la altura de las circunstancias, lo que pasa por “limpiar”, por lo menos en la medida de lo humanamente posible, la pésima imagen que, gracias al concurso de los impresentables que hasta hace poco hicieron desde él lo que les dio la gana con el país, los peruanos terminamos por tener de él.
Que la juventud es la reserva moral de toda sociedad, es algo que escapa a toda discusión. Lástima que para afrontar la enorme responsabilidad de lavarle la cara a nuestra política peruana no basta con ser gentes de moral intachable, ni mucho menos. Hace falta también, ¡y en qué medida!, que los encargados de llevar adelante la transformación de que se habla sean a su vez personas premunidas de la suficiente experiencia, de las necesarias credenciales académicas que nos aseguren, aunque fuere en cierta medida, que no irán al Congreso “a aprender”, “a hacer hora”, como quien dice. Y es que no es poca cosa lo que está en juego, por si no nos hemos dado cuenta.
Pensemos, sin ir lejos, que si quienes elijamos no llegan a dar la talla, les estaremos dando la razón, indirectamente, a la sarta de dinosaurios que durante décadas han vivido a costa del Congreso, esto es, a costa de todos los peruanos, sin que en la gran mayoría de los casos hayan hecho por el país ni siquiera la mitad de lo que acabaron haciendo por sí mismos y también, por su puesto, por los intereses de los poderosos de los que eran, en el fondo, sus asalariados. Ello habida cuenta de que, en el supuesto de que nuestros elegidos no hagan un buen trabajo, aquellos se llenarán la boca diciendo que, a pesar de “todo”, con ellos se estaba mejor.
No les demos el gusto. Demostrémosles a estos pendejos excongresistas nuestros que el mundo, sin ellos en el Parlamento, será siempre muchísimo mejor. Pero para que ello sea una verdad en todo el sentido de la palabra no basta, desde luego, con solo decirlo. Es necesario asimismo que en las próximas elecciones congresales apostemos por gentes nuevas, sí, pero tampoco por cualquier pipiolo, por cualquier principiante, por cualquier aprendiz. Exijámosles, por lo menos, las más elementales credenciales académicas y profesionales que nos garanticen, al menos, que no estaremos confiándoles nuestro voto a cualquier hijo de vecino, que porque dizque que es joven, que porque dizque que no tiene mancha, que porque dizque que va a la iglesia todos los días, ya merece conducir los destinos de nuestro país.
Hoy más que nunca hace falta emitir un voto responsable. Un voto en el que se evidencie que no nos tomamos el asunto a la broma. No cambiemos mocos por babas. Renovemos la política, pero hagámoslo con gentes pensantes, con gentes técnicas, con gentes productivas. No más adefesios que no saben ni dónde está su puta nariz. Respetémonos, primero; y hagamos, así, respetar a nuestro país. Que nuestro Bicentenario, que está ya a la vuelta de la esquina, nos encuentre por lo menos en condiciones de poder llegar al Tricentenario. Pues, así como andamos, más fácil terminamos como Chile, como Bolivia o como Venezuela. Todo es posible. El mundo cambia de un momento a otro. No vaya a ser que, de tanto criticar a los venezolanos, terminemos, como ellos, obligados a emigrar en busca de un futuro mejor. ¿Habrá algún país del orbe que nos reciba con los brazos abiertos?