Por Jacobo Ramírez Mays
Salgo y recorro ese callejón solitario. Las paredes de tapias ocultan las casas. Recuerdo con nostalgia el árbol de carnavales de doña Carmela. Veo paltas en los árboles, y más adelante está la casa de doña Iluca. La mujer de buena sangre la llaman algunos, porque era la encargada de curar a los niños que llegaban a este mundo, adoptándolos por unas horas. Luego, una casa con arcos. Es el antiguo seminario, donde el obispo Berroa estuvo en algún momento. Me lo imagino entrando por esa puerta, con su cuerpo gordo, a conversar con los seminaristas de ese tiempo. Salto para coger una chirimoya que está colgada y, cuando la abro, descubro con alegría está sana y madura. Es dulce como lo es cada ciudadano de este pedazo de cielo.
Llego al cruce, no sé si irme por la derecha o izquierda. Prendo un cigarrillo. Por la derecha está la casa de la señora Irene, donde hace poco tomé un café de esos que solo se toman por acá. Luego está la familia Melgar, quienes con su generosidad hacen que cualquier visitante se enamore de este lugar. Al final de ese espacio, está la familia de mi pata Chileno, quien seguramente está alistándose para irse por Cumbe a cazar venados, porque ahora lo único que persigue es a esos animalitos. Mi mente recorre esa pradera y veo la casa de doña Fany. Observo desde afuera las flores que adornan su pared roída por el tiempo, y recuerdo su trato para con todos nosotros. Al frente está la carpintería de Gallito.
Por mi lado izquierdo, está la casa que en su techo tiene dos ganados de arcilla. Es la del doctor Aldo, quien seguramente está catipeando unas hojas de coca o limpiando su huerto. Camino por una vereda y, metros más arriba, observó el humo de la cocina que sale de la casa de Ataco. Oigo el sonido de una cumbia, y sé que es de la casa de Rebeca, quien debe estar cocinando y moviendo la cintura.
Más adelante está Edgar, esperándome como siempre, para darme un abrazo y abrirme la puerta de su casa, en donde recuerdo a doña Justa con su café y huevos fritos que siempre me invitaba cuando pasaba por ahí. Rolando está montado en su estrón, es lo que más le gusta montar en estos últimos años, y Elmita me entrega mi bolsa de huevos de gallina de chacra. Metros más abajo, en la casa de Wachito, un ballenato suena a alto volumen. Prendo otro cigarro, y veo con nostalgia la casa de la familia Carrillo. Me imagino a Juancacho trepado en el árbol de palta y a su hermana Elena recogiendo estos frutos benditos. Más arriba doña Mabi debe de estar dando de comer a sus cuyes, acompañada de sus hijas y de Willy, su hijo. Al frente, José debe de estar pensando qué hacer con los materiales que tiene. Al fondo observo el lugar en el que antes estuvo la ermita. Me lleno de nostalgia, pero sobre este espacio hablaré en otro momento.
Bajo y veo a don Ignacio. Por un pequeño camino que conduce al río está la casa de don Fernando y de doña Julia. Seguramente, están sentados en un lugar de su patio, recordando su amor juvenil y disfrutando de su amor ahora que el ocaso se nota en ellos. La tienda de doña Hildita está como siempre, esperando a las personas para hablarles de las bondades de este bendito pueblo. Al frente, Rogelio, disfrutando de su hogar junto a su esposa e hijos. Junto a ellos el recreo del señor Laguna. Camino saltando algunos baches y recuerdo a Geracho, veo su casa y la pena me llena recordando a doña Uquicha. Luego la casa de Efraín, de donde sale Norma saludándome como siempre.
Me detengo en la casa de mi amigo Aníbal. Su hermana, la señorita Iris, amasa panes que cuando los pruebas es como si quedaras hechizado. Luego la casa de María. Me siento en la banca mientras converso con doña Macsicha sobre Las Pampas de antaño. Unas lágrimas brotan de sus ojos recordando a los que se marcharon…
Ayer fue el 87 aniversario de ese pueblo turístico religioso, que tiene a las personas más lindas que conozco, y desde aquí les mando un abrazo enorme a todos ellos.
Las Pampas, 23 de marzo de 2023.
P.D. La próxima semana continuaré con mi recorrido por la calle principal.