LAS OBSESIONES DE ELÍ CARUZO

Me imagino a Elí Caruzo García, una tarde cualesquiera, saliendo del monte con su machete en mano y llevando sobre sus hombros un racimo de plátanos u otras frutas como bastimento. Me imagino arrojando toda esa carga en la puerta de su cocina o a un borde del patio de su casa; y me imagino que pese al natural cansancio por el arduo trabajo del día, él sabe que su jornada no ha terminado. Y entonces me lo imagino metiéndose en alguna de sus estancias, sentándose frente a una computadora (tal vez una antigua máquina de escribir) y emprendiendo la penosa tarea de “inventar”, lentamente, sin apuros, los muchos cuentos que ya nos ha entregado y los tantos otros que está elucubrando en el interior de su alma.

Así me lo imagino, pero no debe ser cierto.

Porque para hacer lo que ya hizo; es decir, para haber publicado hasta el año pasado siete volúmenes de cuentos sin altibajos, de gran dinamismo, de acentuado y verosímil dramatismo, en suma, cuentos de sorprendente factura, Elí Caruzo García, quien vive toda su vida en Tingo María, debe ser un hombre obsesivo, obsesivamente obsesionado con la escritura, con la literatura, con ese incomprendido arte de contar historias para un país que poco lee. Porque a Elí Caruzo, cuando escribe, debe importarle poco los plátanos, los naranjos o el cacao que cultiva en la selva huanuqueña.

Y creo que Elí Caruzo es un obsesivo en estas cosas, porque a todas luces es alguien que no se amilana ante cualquier desaliento. Solo así se puede explicar que un escritor negado para el ego, inepto para el simple relumbrón, totalmente ajeno a la ostentación y a la fanfarria “literaria”, escriba tan bien y tan parejo que es la envidia (en el mejor sentido del término) de muchos narradores.

Y me alegra mucho que así sea, pues me considero su amigo desde los tiempos lejanos que lo conocí: un joven Caruzo parco, con su modestia a cuestas, silencioso y reservado; más predispuesto a escuchar que a perorar.

Y en honor a esa amistad, el mes pasado me envió con un amigo su última entrega cuentística: “La medallita de miss Brigitte”, volumen que en esta oportunidad reúne cuatro historias a cuál más sorprendentes.

En realidad, este texto es una especie de “continuación” de otro libro también publicado a inicios del año pasado (dos entregas en un año), sintomáticamente titulado “Perdidos en el bosque con miss Brigitte”, en donde Elí Caruzo demuestra que, como los grandes, es capaz de no truncar o matar una historia; sino de darle perennidad y secuencia desarrollando la historia hacia extremos no imaginados.

Esta inusual práctica de extender una trama con los mismos personajes no es nueva en este buen narrador tingalés. Ya lo había hecho con grandes méritos cuando hace años publicó sus primer libro bajo el título de “El mejorero y otros cuentos” y un tiempo después nos entregó “La venganza del mejorero”, mejorando su proyección narrativa en todo el sentido del término.

El dos mil diecinueve, que para muchos se nos fue sin pena gloria, ha sido, creo, muy prolífico para Elí Caruzo García. Y la prueba son esos dos libros que gracias a su generosidad hemos tenido la oportunidad de leer, sobre todo el último, que lo degusté en momentos espinosos debido a la coyuntura del momento. Y ha sido muy gratificante: un sosiego frente a la ruindad de fin de año.

Olvidaba decir que otra de las obsesiones de Elí Caruzo que un buen psicoanalista puede explicar es su persistencia fanática por presentar en la carátula de todos sus libros, y en un gran primer plano, a bellas jovencitas que, me imagino, demorará mucho en elegir.

Moras Pampa, 05 de enero de 2020.