Jorge Farid Gabino González
Jamás olvidaré el día en que mi padre, bajando la voz y mirándome fijamente a los ojos, me reveló una verdad que, hasta ese momento, todo hacía indicar que desconocía. «Ten cuidado, que las mujeres también pueden llegar a ser malas», me dijo. Tenía entonces poco más de diez años, y aunque las circunstancias en que se me anunció lo antedicho justificaban plenamente, ahora lo sé, la advertencia que entonces se me hacía, aquella revelación me dejó largo tiempo desconcertado, pues no alcanzaba a aceptar, por más que le diera mil vueltas al asunto, que aquello pudiera ser cierto. La razón de mi extrañeza era simple pero concluyente: la experiencia que hasta ese momento tenía de la vida, que evidentemente era bastante poca, me había enseñado que todo lo considerado como malo, esto es, que todas las situaciones reñidas con la moral y las buenas costumbres, todas, pero absolutamente todas, tenían siempre como protagonistas a los hombres, única y exclusivamente a los hombres. Rara vez a las mujeres.
Y no era, claro, que uno viviese en una burbuja ni mucho menos. Había también en los años de nuestra infancia mujeres que de vez en cuando rompían el molde, y salían con algún proceder de los llamados impropios para una señorita, que era como se decía por aquellos años, vergüenza aparte. Es solo que por más que las acciones “negativas” realizadas por las mujeres fueran también “condenables” por la sociedad, ¡y vaya que a menudo lo eran!, en ningún caso llegaban a adquirir las dimensiones de las obradas por los varones; lo que hacía que las más de las veces pasaran desapercibidas, para alivio y fortuna de aquellas, claro está. De ahí que, como decíamos arriba, asumiéramos como la cosa más desconcertante del mundo el que se nos dijera que las mujeres (sí: las mujeres; esos seres tiernos, dulces y delicados, que así nos los figurábamos entonces) también fueran capaces de llegar a ser malas.
Dicha visión si se quiere romántica de la mujer, esto es, aquella que la presenta como un ser incapaz de obrar maldades, en virtud de no sabemos qué inexplicable condición biológica, y que tanto hombres como mujeres han tenido durante muchísimos años respecto del llamado sexo débil, no ha hecho otra cosa, paradojas de la vida, que jugar en contra de quienes por machismo, por tradición, por cultura o por lo que fuera, creían a ojos cerrados que viendo a las mujeres de tan distorsionada manera, en el fondo lo que hacían era tributarles una suerte de homenaje, rendirles alguna especie de merecido honor, por el solo hecho de ser tales. Nada más lejos de la verdad.
Ni a hombres ni a mujeres (y a estas menos que a aquellos) les ha resultado jamás nada bueno de aquella forma reduccionista de asumir al sexo femenino; que las mujeres, al igual que los hombres, son tan igual de capaces de hacer el bien como el mal, por más que parezca, y de hecho lo es, una obviedad lo que decimos. Todo lo contrario, ver a la mujer como incapaz de la realización de ciertos actos, sobre todo de los llamados “malos”, lejos de hacerle un favor, lo que hace más bien es causarle un perjuicio. Lo que no quita, claro, que de vez en cuando el perjuicio pueda llegar a ser también para el hombre, como no pocas veces ha ocurrido.
Se evidencia esto último en lo conocido recientemente a raíz de la denuncia pública realizada por una señorita asistente a una fiesta en la que, entre otras personas, participaron también algunas conocidas figuras de la televisión. La acusación, básicamente, se fundamenta en lo siguiente: que el acusado, figura, como dijimos, de un canal de televisión, la habría drogado haciéndole beber algún tipo de sustancia alucinógena mezclada en su bebida. El objetivo de tal proceder, como resulta deducible, no habría sido otro que el de abusar sexualmente de ella.
Como se podrá deducir, bastó con que la mujer en cuestión dijera lo antedicho, para en el acto el país entero hiciera causa común con la supuesta agraviada, y saliera en su defensa; y para que, desde luego, se lapidara consiguientemente al infeliz que la habría querido hacer víctima de sus bajos instintos. Así, ministra de la mujer por delante, comenzaron a desfilar por los medios de comunicación las voces de cuantas autoproclamadas defensoras de la mujer hay en nuestro país, que no son pocas.
Sin embargo, ¿alguien se tomó siquiera la molestia de indagar lo que realmente pasó en la susodicha fiesta, antes de creer a pie juntillas lo denunciado por la supuesta agraviada? Para qué, si con la palabra de la mujer basta y sobra. ¿O existe alguien en nuestros días que pueda creer aquello de que las mujeres también pueden llegar a ser malas?