Por. Andrés J. Santamaría Hidalgo
Qué tiempos aquellos. Las hermosas y pulcras avenidas, ¡los cines!, el teatro Segura, espumantes shops en el piano bar Munich o la exclusividad del Bolívar o el Crillón y hasta el bowling del bulevar Moquegua o un sanguchazo de jamón en el Carbone de la calle Huancavelica. Es octubre, me dirijo a cualquier sitio y me encuentro ante el recorrido del segundo día del Cristo Morado cerca al parque Universitario. Trato de ubicarme lo mejor posible para compenetrarme con la imagen y con los pormenores que se suscitan en este singular evento de fama mundial, aparte de sus connotaciones religiosas en las cuales creo firmemente. De repente no se trata del Señor de los Milagros, es el mismísimo Señor de Burgos patrón de Ciudad de León, recorriendo casi fugazmente las calles en abierta contraposición con otra imagen que lo hace lentamente, tres pasos adelante y dos atrás, como el maestro iqueño de Luren. Advierto las tres imágenes alternándose en la sola figura del Jesús, como es en verdad, inmolado en el Gólgota ante cientos de judíos, cuya masa humana se me ocurre idéntica a la que tengo enfrente, cientos de cristianos golpeándonos el pecho crucificándolo una y mil veces.
Entiendo que es un sueño, ahí están alborotadas las tradicionales calles Huallayco, Dos de Mayo, la iglesia San Sebastián atravesadas por la avenida Manzanilla, la calle Lima, el hospicio de la Buena Esperanza, la larga calle La Mar y por fin el amanecer en el propio Luren. Las tengo frente a frente, mas bien juntas, compartiendo un mismo espacio. Visiones y sentimientos se entremezclan placenteramente cuando me ubico junto a los amigos de la juventud, de aquellos con quienes compartimos un pucho de cigarro, un plato de comida o una misma cama. Percibo la plaza de mi ciudad natal y a los tradicionales grupos que cada noche se dan cita para charlar o para planear alguna alternativa sutil. Logro divisar mi colegio y caigo en la cuenta que en realidad estoy despierto, atravesando la plazoleta ‘Cartagena’ en San Francisco. La vista nocturna de la ciudad se hace cada vez más lóbrega y por fin, decido marcharme por donde vine, por mis huellas, para no seguir pensando y reviviendo mocedades que ya fueron, a las cuales me aferro en un afán natural de detener el tiempo.
Pero no es nada de aquello, ¡qué va ser! Si tantas veces me sumergí en las pesadas aguas de una laguna en cuyo fondo yace una princesa que ama a los foráneos, tanto los ama que se los lleva a vivir con ella, prefiero estarme en la orilla antes que osar conquistarla cruzando de costa a costa. Es la Huacachina, ahí están el Mossone y el Salvatierra, su pequeño malecón que alberga a Gonzales Prada y Sérvulo Gutiérrez, sus preclaros hijos. No me interesa sea sueño o realidad porque pretendo vivir lo mejor que puedo. En breves segundos he vivido de nuevo medio siglo de existencia en este mundo variante de gozo y de recuerdos. Al final, quedo solo nuevamente. Al parecer fue todo un sueño, una imaginación. Amalgamo esta experiencia con cientos de recuerdos que bullen en mi mente pretendiendo emerger a la superficie. Y por fin entiendo que la mejor manera para librarme es contarlo, aflorarlo, escribirlo en forma de lo que sea.