LA SOCIEDAD DE LOS POETAS VIVIENTES

Por Arlindo Luciano Guillermo 

El título de este artículo me sugirió mi amigo Rubén Valdez, con quien casi siempre tomamos repetidas tazas de café y hablamos de la vida, de política, periodismo, de poesía y de escritores en largas charlas en el café Canela. Una tertulia de amigos es una metáfora: los amigos son la sal de la tierra, sin amigos no es posible la felicidad, la política no debe destruir la amistad, amigos hasta la muerte. Sin poesía, una lengua solo sirve para comunicar, no para emocionar ni descuadrar el juicio del hablante ni permitir la exploración de los misterios de las palabras y los laberintos de la vida. Ser buen poeta no es lo mismo que ser poeta original; hay muchísimos buenos poetas, pero pocos poetas originales y de trascendencia. Eguren, Vallejo, Rimbaud, Baudelaire, Neruda son inmortales; amnesia para otros, no para ellos.    

El martes 21 de marzo fue el Día Mundial de la Poesía. Una fecha para celebrar el trabajo creativo e innovador [solitario, laborioso, de lecturas, de escribir y reescribir, destruir y reconstruir, que se ejerce con habilidad, talento (creo que cualquiera no es poeta) y oficio de orfebre] de poetas y trovadores. Saludé a Samuel Cárdich por esta efeméride memorable y justa y le agradecí por los libros de poesía que ha escrito para mi “felicidad personal”, “goce estético”, “lectoría insobornable” hasta convertirme en un solipsista feliz y enajenado. Samuel Cárdich merece ser un poeta en el exigente significado de la palabra. Su poesía va más allá del localismo, el facilismo del verso y la cursilería; sus poemas pueden ser leídos, con la misma intensidad y connotación, en cualquier lengua del planeta; son de trascendencia cosmopolita y de poderoso impacto emocional en el lector. La poesía de Cárdich es un misil que colisiona con la sensibilidad del lector. A Cárdich regreso, como hijo pródigo, como lo hago con Vallejo, Neruda, Rimbaud, Baudelaire, María Emilia Cornejo, Watanabe, Octavio Paz, Whitman o Blanca Valera, siempre que tengo la necesidad de leer poesía. Prefiero leer poesía antes que novela, cuento, ensayo y periodismo, pero tengo que leerlos por necesidad de información y observación de la realidad y los horizontes literarios. He convertido la lectura de poesía en una necesidad biológica y espiritual. Si un monje reza con devoción antes de meterse a la cama, yo hago lo mismo con la lectura de poesía; tengo cerca del velador una pila de libros de poesía. Son centinelas de mis sueños, vigilan que nadie perturbe mi derecho al descanso. Elegiré para mi epitafio un haiku que resuma mi vida de docente, lector, articulista y ciudadano o unos versos de José Watanabe, de “El guardián del hielo”: “No se puede amar lo que tan rápido fuga”.      

Antes de sentarme a escribir escuché canciones donde hay poesía: “Bachata rosa” de Juan Luis Guerra (“Te regalo una rosa / la encontré en el camino / no sé si está desnuda / o tiene un solo vestido”); “19 días y 500 noches” de Joaquín Sabina (“Dijo, hola y adiós / y el portazo sonó como un signo de interrogación”); “Derroche” de Ana Belén (“Que no acabe esta noche ni esta luna de abril / para entrar en el cielo no es preciso morir”); “Tocando fondo” de Ricardo Arjona (“Hice un país de este agujero / desde que tú no estás aquí. / Este es el himno nacional / y por bandera tengo tu tanga café”). Yo escribí algunas canciones (“Ausencia”, “Arañando tus huellas”, “Tarde llegó el amor”, “Vivir sin ti”, “Proposición”, “Te propongo”) cuyas melodías pertenecen a Ruco Vargas, Omar Majino y José Carlos Espinoza. Las canciones, como los libros de poesía, tienen que poseer calidad literaria, imágenes y metáforas, sin los cuales el “producto artístico” queda despojado de belleza, sutileza y embeleso. Hay canciones y libros de poesía que aparecieron para la coyuntura, como fiebre de gripe, y olvidados pronto. El poeta vive eternamente cuando es releído por el lector y supera la severidad implacable del tiempo.     

En el colegio leí algunos poemas de José María Eguren, no tenía ningún libro suyo. Mi imaginación de púber me decía que cuando sea adulto tendría una librería que, precisamente, se llamaría Eguren. Me viene a la memoria Eguren porque el sábado, en Crisol, compré, a precio de oferta, la poesía completa de José María Eguren, con prólogo y notas de Marco Martos y glosario de Martha Muñez. Durante toda la tarde me enfrasqué en la lectura de la poesía de Eguren. Todo un placer estético, un disfrute de la imaginación y nostalgia estudiantil. Aún están frescos “La niña de la lámpara azul”, “Los reyes rojos”, “Los robles”, “El duque”, “Peregrín cazador de figuras”. En la secundaria no entendía nada. El simbolismo, neologismo, extranjerismo, países lejanos, métrica, rima, personajes fantásticos y metáforas complicadas eran difíciles de comprender, pero mi imaginación volaba como un águila en las alturas. En la universidad aprendí a leer poesía. “Los reyes rojos” describía una tormenta eléctrica, los relámpagos furiosos eran los “reyes rojos” que peleaban a muerte. Siempre repito de memoria: “En el pasadizo nebuloso / cual mágico sueño de Estambul / su perfil presenta destelloso / la niña de la lámpara azul”.   

No hay sociedad sin poetas, cantores, trovadores, versificadores. Solo la existencia de la lengua en una comunidad hace posible que el ciudadano la utilice para expresar sentimientos, emociones, soledades, frustraciones, alegrías, deseos, traiciones, teorías y exhortaciones. Sin poesía los pueblos solo hablarían y entenderían al pie de la letra, literalmente, tal cual ven las cosas, sin reflexión ni belleza en la palabra. Sin poesía no hay refranes, metáforas, declaraciones románticas, tarjetas de gratitud y felicitación. Sin poesía la vida es insípida, sin encanto ni perspectivas de la realidad. Sin poesía no existen versos ni canciones. Sin poesía no existiría Luis Eduardo Aute que, en “Sin tu latido”, dice: “Aunque todo ya es nada / no sé por qué te escondes y huyes de mi encuentro / por saber de tu vida / no creo que vulnere ningún mandamiento. / Tan terrible es el odio / que ni te atreves a mostrarme tu desprecio / pero no me hagas caso / lo que me pasa es que este mundo no lo entiendo”. Me imagino a Samuel Cárdich en el poema “Casa para escribir”, del poemario De claro a oscuro: “Una casa para escribir con las manos sueltas / y una vida en bruto / líneas donde se afirmen con pies de plomo / los dolientes, pero más de la alegría que ría / en los ojos de los niños / y de los ríos que no se cansan hasta convertirse en mar”. Yo le debo Neruda tener tres hijos y amar.   

Me considero un lector compulsivo y contumaz; quisiera que, cuando no esté aquí, recuerden siempre a un lector como era también el deseo de Jorge Luis Borges. En la década del 80 publiqué una plaqueta a mimeógrafo titulada Soledades y angustias solo para demostrar que la poesía no era privilegio de los poetas.