Por: Andrés Jara Maylle
Las últimas noches has estado soñando insistentemente con tu casa antigua.
Esa casa en donde transcurrió tu infancia y que tu padre fue construyendo a pedazos, casi cuarto por cuarto, por partes, “provisionalmente”, como a él le gustaba decir y hacer. Esa casa que hace buenos años ha desaparecido para siempre de tus ojos, pero no de tu memoria.
Tú mismo fuiste el infante testigo de cómo esa casa empezó a ser casa, casi de la nada. Primero, una pequeña “ramada” cubierta con barro que servía al mismo tiempo de cocina, dormitorio, depósito de herramientas y fresco refugio para evitar el sol calcinante de agosto.
Después, tres habitaciones pequeñas (cuyos restos milagrosamente sobreviven) levantadas desde los cimientos por don Daniel Ichigoya, el arquitecto, que había venido junto a su mujer desde Pachabamba para ayudar a tu padre en las inacabables labores de labriego, en las eras del camote, el maíz o la alfalfa. Ahora mismo lo recuerdas a don Daniel: experto con el tapial y el revoque, mirando silenciosamente cómo las paredes de su “obra” iban creciendo día a día, mientras chacchaba, bebía y fumaba, todo al mismo tiempo, con desmesura y placidez que le venía de otros tiempos. Luego, otras dos habitaciones más, separadas de las anteriores, Y ya era un gran casa para que la familia viva con el sosiego hasta donde se pudiera.
La casa antigua y todo lo que le rodeaba es lo que estás soñando insistentemente por estos días. De repente cierras los ojos y te ves entrando a la cocina junto con tu hermana menor que sigue tus pasos. Y allí está, igual como antes, la fogata pequeña de tres hornillas, hecha enteramente con adobe y argamasa, y sobre ella, dos grandes ollas de barro cocido en donde hierven, en una, el mote con el maíz dulce que trajeron desde Cacapara y, en la otra, un caldo en donde sobresalen los grandes huesos de res que tu madre compró un día antes en el mercado. Solo escuchas el chasquido de la leña que se consume a fuego lento y el interminable borboteo de esas dos ollas hirviendo al unísono.
Te ves caminando por el borde del estanque, con un machete en la mano, para podar, por encargo de tu padre, las grandes ramas de los sauces que crecen en derredor. Sabes que es una tarea ineludible cada cierto tiempo para evitar que el limo se acumule en demasía. Es un trabajo que te agrada, porque el sauce, ante el machete bien afilado, es sumiso y blando; y no como el pacay o el huarango, durísimos, resistentes y rebeldes.
Sueñas que estás llegando, no sabes de dónde, a esa casa antigua justo en el momento en que alguien está calentando el horno con tanto empeño que las grandes lenguas de fuego salen hasta por la boca del horno que ya empieza a blanquear por las altas temperaturas. Estás feliz porque dentro de un rato tú serás el hornero empírico que, con una larga pala de madera, introducirás chapuceramente los bollos, roscas, mestizos, mishtishongos y empanadas que al otro lado, en uno de los cuartos, están amasando y “tableando” tus hermanas, todas ellas dirigidas por las manos expertas de tu madre. Esa es una tarea grata que siempre te ha gustado hacer porque, entre otras cosas, serás el primero en probar el pan, calientito, apenas salido del horno. Nunca has saboreado un pan más rico que aquél, crocante y dorado que eres capaz de comerte tú solo, toda la primera hornada.
Sueñas también con el profundo pozo artesiano que tu padre se vio obligado a excavar cuando las ineptas autoridades de la ciudad decidieron autoritariamente anular para siempre el gran acequión que cruzaba de sur a norte, por toda la cabecera de la ciudad, y que traía el agua para el riego y el consumo desde Yacutoma. Ahí está el pozo en donde padre e hijo casi pierden la vida en menos de un mes, el mes más aciago: setiembre. Te acuerdas que para financiar tamaña obra tuvieron que vender a tus dos mejores toros de arar: al Muro y al Sapo. Desde ese día, nunca más tu vida fue la misma.
Y cómo no, te ves parado en el pequeño patio llevando un gran atado de alfalfa hacia el pequeño corral donde prosperan en cantidades inverosímiles los conejos, de todos los tamaños. Te quedas un rato porque te encanta ver con qué ternura y con cuánta precisión devoran el pasto estos animalitos de mirada tierna e inocente, como de carne suave y sabor inigualable. Levantas la vista y ante tus ojos están las banquetas de maguey seco que en otros tiempos fueron cortados a medida.
Sentado sobre una de ellas, todas las noches, el hombre que te dio la vida chacchaba impasible hasta poco antes de su muerte. Recuerdas que de tanto en tanto, te sentabas a su lado haciendo lo que él hacía. Entonces caes en la cuenta de que tú también aprendiste a chacchar viendo a tu padre en aquellas noches de luna o sin ella. Porque chacchar para tu padre era un acto cotidiano, de vida o de muerte.
En tu mente aparece la puerta vieja que, al abrirse, te conducía hacia un caminito que se bifurcaba en todo momento hacia distintas lados, dependiendo a qué parte de la chacra irías: ora hacia el alfalfar que se ondeaba ante la fuerza del viento mañanero; ora hacia el maizal que lozano crecía en épocas de lluvia; ora hacia el cafetal que por aquellos tiempos florecía en una albura impresionante.
Todo eso sueñas en estos días y no sabes por qué. En realidad no te interesa saberlo. Para ti lo más importante es volver hacia esos recuerdos, hacia esos resquicios de felicidad, que la rutina de los días hostiles te hace olvidar. Para ti lo más importante (y no te engañes) es que, aunque sea por un momento, vuelves a ser el niño feliz que junto a su hermana menor, sobre todo, camina por las estancias de esa casa antigua que ya no existe. Tal vez sea mejor así, porque cuando despiertas y vuelves a la “realidad” te das cuenta que acá te sientes agredido.