Por: Andrés Jara Maylle
Huánuco, la ciudad que me vio nacer y (espero) me vea morir; la ciudad cuyo cielo me dio su luz primera y el que (espero) me cubrirá con su manto negro en la hora undécima, cumplirá en unos días cuatrocientos ochenta años de fundación española.
Es sin duda una ciudad antigua, muy antigua, asentada en un estrecho valle, en el mismo lugar donde muchos años antes de su fundación ya vivían otros huanuqueños cuyos orígenes se remontan hasta llegar a la mismísima prehistoria.
Nadie duda de su sol franco, de sus brisas sosegadas durante las mañanas o de sus vientos violentos de las tardes. En determinadas épocas, Huánuco puede cubrirse de ligeras e inofensivas lloviznas durante horas, pero también puede ser víctima de inclementes aguaceros causando dolor y llanto a los desprevenidos.
Nadie pondrá en duda que Huánuco tiene, efectivamente, un clima benigno, apacible, generoso. Nada de fríos agresivos como los de nuestros vecinos cerreños, ni nada de esos calores achicharrantes, como los que padecen nuestros hermanos pucallpinos, por ejemplo. Todo en Huánuco tiene un límite exacto, un punto medio y a la vez justo. Ese es el pueblo donde nací.
Como ningún otro, Huánuco ha sido bendecido por las remotas fuerzas telúricas que moldearon estas geografías. Y por eso este valle tiene la inmensa suerte de ser bordeado por dos ríos: el Huallaga y el Higueras; un río grande y otro pequeño, pero que se unen y complementan, dotando a su entorno de una frescura que no se halla en otra parte.
Huánuco es un pueblo bello, qué duda cabe. Hermoso también por donde se lo mire. Pero, lamentablemente, está lejos de ser un pueblo perfecto; un pueblo que tiene muy poco, pudiendo tenerlo todo.
Y lo digo con todas sus letras en estos días de su fiesta. Y lo digo porque si hay tantas cosas que en Huánuco están muy mal, no es por culpa de su clima apacible, ni del río que se mueve, ni de sus huertos desaparecidos (como temerariamente se insinuó por años), sino por culpa exclusivamente de nosotros, los individuos que caminamos por sus calles, que vivimos bajo su cielo, que nos beneficiamos de sus aires atemperados.
Y hay que decirlo aunque nos duela, porque si amamos realmente a este pueblo tenemos que ver ambas caras de la moneda. Tenemos que rescatar todo lo bueno, pero también hay que ser críticos severos y lapidarios de todo lo malo. El amor por un pueblo no debe implicar taparse un ojo para acentuar nuestra indiferencia.
Lo hemos tenido y lo tenemos todo; y al mismo tiempo hemos echado al tacho lo mejor de lo nuestro.
Por ejemplo, hemos tenido un Shillacoto y lo convertimos en basurero público. Hemos tenido, desde Tomayquichua hasta La Esperanza, las mejores tierras de cultivo, y hemos sembrado solo cemento impunemente. Hemos tenido (tenemos) calles rectilíneas y lo hemos llenado con más de veinte mil Ticos, combis y Bajaj sin que nadie diga nada. Tenemos dos ríos generosos y los estamos cubriendo de basura contaminante día a día. Tenemos una danza centenaria y de gran simbolismo y lo estamos tergiversando grotesca e irresponsablemente.
De qué nos sirve la maravilla de nuestro clima, la riqueza de nuestra cultura, nuestra historia tan antigua, si tenemos carreteras impresentables, si contamos con un aeropuerto mediocre, si elegimos a algunas autoridades insensibles e ignorantes; en suma, si tenemos el alma indiferente.
Tan indiferente que cada vez en que elegimos por nuestro futuro lo hacemos encumbrando a los peores. Ese es el destino que nos toca vivir mientras no despertemos y nos quitemos por fin las centenarias vendas con la que cubrimos nuestros ojos.
Ahora que Huánuco está de aniversario, es bueno que vivamos y nos alegremos en sus festejos; pero también será mejor si despertamos a nuestra adormilada conciencia para mirar a este pueblo con una luz diferente. Es justo y necesario. Esa es, al menos, la forma como yo quiero a Huánuco, como la recuerdo, como la extraño.
O tal vez solo estoy elucubrando tonterías porque estoy lejos de su sol, escarbando mis recuerdos; pues en estos momentos en que pongo punto final a esta nota, me encuentro justamente lejos de mi ciudad, a unos diez mil metros de altura, en algún lugar entre Cartagena de Indias y Cali, en pleno cielo colombiano, ansiando volver pronto a la tierra que me vio nacer. Mejor apago la computadora pues corro el riesgo de que mis cobardes ojos se humedezcan por la nostalgia.