HACIA UNA EXÉGESIS DE LA NAVIDAD

Escribe: Ronald Mondragón Linares

¿Qué hace que millones de personas en el mundo cristiano occidental, pobres y ricos, ateos y creyentes, blancos y negros, mestizos e indígenas, se internen en el tráfago de la multitud y hasta en la melancolía de los solitarios para celebrar con verdadera fruición las fiestas navideñas? ¿Qué sugiere una mesa familiar atestada de mieles, carnes y bebidas delante de un pino artificial encendido de intermitentes luces y coronado por una estrella en su vértice? ¿Qué los regalos, el vino o la cerveza literalmente desparramados? ¿Qué el exceso, y la esperanza, y los buenos deseos?

Como se puede ver, la fe y la emoción religiosas nada tienen que ver con estas manifestaciones prácticamente banales y terrenas que quieren conmemorar, de esta manera paradójica, el nacimiento de una personalidad decisiva en la historia de la humanidad: Jesús de Nazaret. Si empezamos por lo último, por la supuesta fecha de nacimiento-25 de diciembre-, diremos que historiadores e investigadores han descartado ya esta fecha como probable, tomando en cuenta el contexto y algunos pasajes del Evangelio que narran las circunstancias del advenimiento del niño Jesús. Lucas, por ejemplo, describe un ambiente donde “los pastores estaban en el campo, cuidando sus rebaños que pastaban, durante las vigilias de la noche”, lo cual ocurría en esa región hasta antes de la llegada de las primeras lluvias, en octubre, y de ninguna manera en diciembre.

La única relación que une tal fecha con la celebración de la Navidad tiene que ver con una festividad pagana. En efecto, durante el imperio Romano se celebraban las llamadas Saturnalias o festivales en honor a Saturno, divinidad del fuego y del Sol, equivalente al Cronos griego. Precisamente, estas celebraciones donde imperaba el desborde y los excesos se hacían en invierno, para pedir al poderoso dios su retorno y con él el crecimiento, las cosechas y la próspera agricultura. La fecha elegida no lo fue al azar; las Saturnalias o también denominadas Saturnales se celebraban los días más cortos del año, del 17 al 24 de diciembre, y el 25 se consideraba el nacimiento del nuevo Sol.

En la histórica pugna del cristianismo y la Iglesia que lo representaba con las tradiciones románicas de carácter pagano, finalmente triunfó la Iglesia cristiana. Pero lo consiguió solo mediante la estrategia de lograr la expansión del cristianismo en todo el imperio romano a través de fusionar a las costumbres paganas, absorbiéndolas a las creencias y postulados religiosos cristianos. De manera que, en realidad, la celebración de la Navidad de Cristo pasó a sustituir a las desenfrenadas y báquicas fiestas en honor a Saturno.

Se puede decir, pues, que la instauración de la Navidad el 25 de diciembre tuvo un marcado carácter político, mucho más que religioso. Hay que tener en cuenta que durante la Edad Media lo político y lo religioso estaban fusionados en el omnímodo poder de la Iglesia, la cual era quien, en última instancia, manejaba y tenía el control de todo el engranaje social. Y quien decretó oficialmente el establecimiento y celebración de la Navidad los 25 de diciembre fue el Papa Liberio, a mediados del siglo VIII.

Uno de los elementos más representativos de la parafernalia navideña, el llamativo árbol con luces y adornos, también fue un motivo tomado de las tradiciones paganas, específicamente de las tierras germánicas y nórdicas. En estas regiones las Saturnales se realizaban en torno a un árbol conocido como el Yggdrasil o árbol del Universo. En ese mismo siglo VIII, san Bonifacio, evangelizador de Alemania, en un acto realmente trascendente, cortó un árbol de pino y lo plantó en medio de la celebración. Nuevamente, el cristianismo se imponía dentro de las mismas costumbres de raigambre grecorromana y utilizando para sus propios fines (políticos y teológicos) aquella simbología. Bonifacio escoge un árbol conífero por la peculiaridad de sus verdes hojas, de carácter perenne, ya sea de abeto o de pino. Y el novísimo símbolo de la teología cristiana se remonta a la alegoría del Edén: el fruto prohibido del árbol del Bien y del Mal, el árbol del conocimiento vetado a los hombres. Y una de las piedras angulares de los teóricos católicos-cristianos, la Santísima Trinidad: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, exactamente en cada uno de los ángulos de la figura formada por el árbol. Y el verde inmarcesible, que representa la eternidad del omnipresente y omnisciente.

Sin embargo, tal triunfo del poder de la Iglesia se realizó a costa de contradecir los fundamentos de las enseñanzas bíblicas, opuestos taxativamente a los alardes ornamentales paganos y sus excesos y rituales adoratorios, desde el famoso becerro de oro y las lujuriosas Sodoma y Gomorra, hasta las sabias enseñanzas del Evangelio y del propio Jesucristo: “(Ustedes) bien invalidáis el mandamiento de Dios para guardar vuestra tradición” (Marcos 7: 9). O, también:” En vano me honran, enseñando como doctrinas mandamientos de hombres” (Mateo 15:9).

Hay que decir, finalmente, que esta incoherencia con la propia doctrina parte de la Iglesia como institución y como poder colosal, no del pueblo cristiano. La Iglesia como familia, como comunidad y como pueblo hermanado dentro de graves contradicciones y aberraciones sociales- entre ellas, un despiadado consumismo exacerbado por el capitalismo y sus medios- quiere ver en la Navidad no solo la trivialidad del consumo y del exceso, sino también la esperanza en una sociedad y un mundo mejor, cimentada en la fe genuina, que es la energía espiritual que moviliza a los seres humanos.