Jacobo Ramírez
Ahora que han pasado algunos meses desde su inopinada partida, ahora que voces sin lugar a dudas mucho más autorizadas que la mía se han levantado ya para llorarlo, ahora que el tiempo transcurrido me da la distancia necesaria para poder hablar de él sin quebrarme, quiero recordar aquel viejo amigo a quien conocí cuando estudiaba filosofía en el Seminario Mayor San Teodoro; a donde, como dice la canción, una linda mañana del mes de abril ingresó al aula, se sentó al centro, y desde ahí hizo una oración. Luego nos explicó que era médico de profesión y que nos iba a enseñar Historia de la iglesia, y así fue.
Así, comenzó a describirnos la Iglesia primitiva con una pasión tremenda, como si él hubiese vivido en ese tiempo, y nos dejó como tarea leer Hechos de los apóstoles, aquel libro bíblico que contiene parte de la Historia primitiva de la Iglesia Católica.
Y así fue apareciendo cada martes y jueves a los ocho en punto de la mañana, y nos habló sobre el Didajé, sobre los escritos encontrados en el Mar Muerto, etc., etc., etc., Demás está decir que cuando lo contaba parecía estar en otro mundo.
Un día se encontró con el padre Terry, este recién había llegado de España después de unos años de haber estado ahí, y comenzaron a conversar sobre Santiago de Compostela, y el doctor le dijo: «Qué linda es esa catedral, padre. Se encuentra en la Coruña, ¿verdad, padre?», a lo que Terry dijo «Sí». Y comenzó con toda una descripción detallada de ese lugar turístico. Al final de la conversación, el padre Terry le preguntó: «Doctor, ¿y cuándo estuvo usted ahí?». El médico respondió con su forma de hablar huanuqueño, pausado y estirando las palabras: «Padrecito, yo no conozco España, solo leí acerca de ese lugar».
Pasaron los años y comencé a leer sus crónicas, empezando por ese libro pequeño que publicó con Andrés Cloud, en el que disfruté de esa crónica titulada “El Gaucho Besada”. Fue tanta mi impresión de este personaje, que una tarde, pidiendo permiso a mis superiores, me fui a su casa para conocerlo personalmente. En ese entonces vivía cerca del hospital Hermilio Valdizán, y era, literalmente hablando, vecino de Virgilio López. Cuando me recibió en su casa, lo primero que hice fue reírme y recordé cada episodio de la crónica.
Después de unos años, dejé el Seminario y seguí disfrutando de las experiencias del doctor, leyendo sus crónicas, que son historia de ese Huánuco que muchos de nosotros no conocimos. pero si la disfrutamos. Títulos como “La cruz blanca”, “La caña de azúcar”, “Gaucho Besada”, “La alameda”, y otros más que nos hablan de esta hermosa ciudad.
Pero no solo eso son sus libros, sino que también están llenos de características propias de la ciudadanía de a pie de esta ciudad. Por ejemplo, encontramos en sus libros hipocorísticos (deformaciones que sufren los nombres de las personas dentro del ámbito familiar y amical), como el de Isaac: Ishaco; de Ruperto: Rupico; de Marcelino: Mashico; de Baltazar: Bataco; así como también términos huanuqueños como “abombado”, “tucshi”, “alalao”, “buischa” y otros, que nos alimentan y hacen amar más a esta tierra.
Ahora que han pasado ya algunos meses de su partida, desde esta cabina lo recuerdo y espero que tú, amigo lector, le brindes un sentido homenaje a este viejo amigo que pasó por este lugar dejando huellas, leyendo sus crónicas y disfrutando de ellas.
Estoy seguro de que Virgilio López Calderón debe estar rodeado de mucha gente allá en el otro infinito, a quienes les estará contando sobre la Runtuca y quienes lo escucharán entusiasmados, queriendo bajar a este pedazo de cielo para disfrutar de esa historia y de otras más.