Ese país existe

Escrito por: Jorge Farid Gabino González

El Perú llega al Bicentenario de su independencia no en la mejor de las condiciones. Es su arribo a este hito importante de su devenir histórico, de hecho, sumamente accidentado. Con un país fragmentado en lo más profundo de su esencia por diferencias que por momentos parecieran irreconciliables, los peruanos nos asomamos ya al umbral de una nueva época, y resulta inevitable preguntarnos si podríamos haberlo hecho en un mejor estado. No ha querido nuestra mala fortuna, sin embargo, que las cosas fueran así. Todo lo contrario. Pues diríase, incluso, que en no pocos aspectos estamos igual o peor que cuando iniciábamos nuestra vida republicana, allá por 1821.

Lo cierto es que, contra viento y marea, hemos llegado a los doscientos años de nuestra Independencia, y lo hemos hecho de una forma en que jamás lo hubiéramos imaginado, en que jamás lo hubiéramos siquiera deseado. Ello porque, lejos de arribar a este momento tan importante para nuestra historia más unidos que nunca, lo que ha pasado más bien es que lo hemos hecho en un estado tal de divisionismo, de antagonismo, de polarización, que sin temor a equivocarnos, nos atreveríamos a calificar como el de mayor agudeza por el que hayamos podido atravesar jamás.

Las consecuencias de tal estado de cosas son, por supuesto, de mucho cuidado. Y lo son, entre otras cosas, porque se vuelve a poner sobre la mesa una trasnochada y ridícula discusión, que a estas alturas debería estar ya completamente superada. Hablamos, naturalmente, de aquella en virtud de la cual quienes habitamos este país nos dividimos entre los llamados “verdaderos peruanos”, léase habitantes de la sierra, y los denominados “falsos peruanos”, esto es, los habitantes de la costa (clasificación estúpida en la que, como salta a la vista, se omite olímpicamente a quienes provienen de nuestra selva).

Naturalmente, dadas las deplorables condiciones en que malvive un amplio sector de nuestra población, la misma que, como se sabe, suele ubicarse sobre todo en la sierra de nuestro país (aunque no solo allí, claro está), lo que la convierte, en consecuencia, en la de los “verdaderos peruanos”, no ha de sorprender a nadie que los oportunistas de turno encuentren en ello el pretexto perfecto para hacer del comprensible y legítimo descontento popular de los antedichos el arma ideal con la que traerse abajo las principales instituciones del Estado, sumiendo en el caos y el desgobierno al país en su conjunto. Y todo esto en nombre de la manida reivindicación social.

Así, lo que en principio debería ser motivo de reunión, de reencuentro, de reconciliación; al final termina convirtiéndose en una suerte de espectáculo deprimente, en el que en lugar de tener cabida la celebración y el festejo, como debería ocurrir en circunstancias normales, lo que acaba primando es el denuesto, la calumnia, el ultraje. Con lo que lógicamente le hacemos un flaco favor al país, al momento histórico que nos cupo en suerte vivir.  

Con un presidente como Pedro Castillo, que desde antes de que asuma sus funciones ya viene siendo duramente cuestionado debido al papel de fantoche que al parecer lo caracterizaría; con una candidata presidencial como Keiko Fujimori, que todo hace indicar que aprovechará la más mínima ocasión para ajustarle cuentas a quien considera como ilegítimo ganador; con una población duramente golpeada por la pandemia, tanto desde el punto de vista económico como social; con un país, en definitiva, a punto de caer en las manos del populismo y la irresponsabilidad fiscal, son pocas las razones por las que el Perú podría tener ganas de celebrar.

Como sea, no hacerlo sería injusto. Porque a pesar de todo lo mal que nos esté yendo por estos días; a pesar de todo lo mal que se nos vengan dando las cosas; siempre hay lugar para la esperanza. No verlo así sería un tremendo. Porque si hay quienes saben perfectamente lo que es sobreponerse a las adversidades luego de haber estado rematadamente jodidos, esos somos los peruanos. Que a nosotros, demás está decirlo, nadie nos ha regalado nada. Empezando, desde luego, por nuestra democracia.

De tal manera que, aun cuando no lleguemos a los doscientos años de nuestra independencia como nos habría gustado que sucediera, hagamos cuanto esté en nuestras manos para que de aquí en adelante comencemos a trabajar de la mano en favor del país que queremos. Un país en el que, por ejemplo, dejemos de traer a colación la feliz frase de Arguedas según la cual el Perú es el país de todas las sangres, pero solo para separarnos más, y no con el verdadero valor que el insigne peruano quiso darle. Un país por cuyas venas comience a correr una misma sangre, una en la que nos reconozcamos todos, y a la que todos juremos respetar y defender con nuestra propia vida. Ese país en el que soñaron nuestros mejores hombres y mujeres, y que le debemos a nuestros hijos, y a los hijos de nuestros hijos. Ese país existe. Todo es cuestión de buscarlo.