Andrés Jara Maylle
Desde los tiempos de Amarilis (nuestra María de Rojas y Garay) muchas mujeres han burilado la poesía en estos lares.
Si tuviésemos que anotar nombres, se nos ocurre el caso de Graciela Briceño, poetisa sensible y sencilla que ha sabido plasmar en versos momentos claves de su ternura y sus sentimientos. Ya en estos últimos lustros aparecieron más autoras con aptitudes y atributos poéticos disímiles. Por ejemplo: Gloria Dávila (Redoble de Kesh y Cantos de ishpingo); Cirila Cabrera (Al final del camino), Gladis Alcántara (Piel trémula), Nancy Villaflor (Desde mis venas), Cristina Villaflor (La otra mejilla) y Silvia Nieto, entre otras.
Y ahora, Rossy Majino nos entrega Entre dioses y herejías, un poemario maduro, parejo, bien pensado y mejor cincelado. Haciendo uso de un lenguaje sobrio, exacto y con una alta dosis de simbolización.
A ello hay que agregar lo que a primera lectura se evidencia: su autora hace gala de un conocimiento y una cultura muy bien sustentada en sus lecturas bíblicas y en textos politeístas de los tiempos griegos.
El libro comienza con un extenso y bien fundamentado prólogo, firmado por Luis Mozombite en donde con ojo clínico desmenuza las interioridades del poemario, haciendo que los lectores entendamos mejor el aliento lírico impregnado en cada texto.
Y así avanza en sus tres momentos: Curiosamente, la primera parte se titula Herejías, aun sabiendo que recurre, como lo dijimos, a referentes bíblicos: Eva, María, la expulsión, diluvio, la tentación, Lázaro, el hijo pródigo, Pedro, etc., etc. Pero el ánimo y la exhalación poética; es decir, lo realmente poético subyace en la capacidad para trasmutar estos elementos, como líricos pretextos para expresar y mostrar de manera, desencantada, sombría y en algunos casos, hasta pesimista, el aliento ubicuo y pegajoso del desamor. Sí, el desamor, la distancia y lo imposible inundan cada verso del poemario todo.
Cuando empleo el término “pesimista” no lo hago bajo consideraciones semánticas negativas. Todo lo contrario, a través de ello se busca enmascarar (como la buena poesía lo ha hecho) los muchos dramas humanos a raíz, por ejemplo, de los amores imposibles. O buscar cubrir la tragedia de la soledad, producto de los amores concluidos, o tal vez ni siquiera iniciados.
Para ello, la autora recurre a una serie de artilugios lingüísticos en base a una sucesión de sustantivos que nos derivan hacia ese mundo de soledad, destierro y aislamiento: penumbra, destino, silencio, noche, vacío, sombra, desaliento, heridas, abismo, grietas, tumbas, horizonte, y mucho más.
Y si a ello añadimos las múltiples adjetivaciones, entonces nos encontraremos ante una poesía que al mismo tiempo que encara los dolorosos dramas humanos; nos lo dice, eso sí, con un profundo lirismo que embellece la soledad, que alegra las distancias, que edulcora la tragedia de vivir con el olvido o con la indiferencia a cuestas. Veamos: perdido ojos, alba casa, efímeras quimeras, perversa soledad, afilados ojos, ingenuas venas, cálidas almohadas, manos impías, entrañas encendidas, grises senderos, etc.
Estamos entonces ante una escritora que conoce su oficio y que sabe emplear la palabra en su justa dimensión. Estamos ante una creadora de destinos en base a su propia inmolación. Para ello no duda en cometer la herejía de variar las historias ya escritas y, por ejemplo, dar una voltereta a los mitos consagrados y volverlos más terrenales, más realistas, más humanos. Todo en nombre del amor, o mejor: del desamor.
Sin embargo, frente a ese panorama aparentemente sombrío hay momentos en que el poema se ilumina como una celebración. Y ello es entendible, sabiendo que el ser humano, en esencia, es eso. Por más que el dolor abrume, por más que la soledad consuma, por más que las distancias entristezcan, siempre habrá un lugar para la esperanza; siempre habrá un retazo de felicidad que justifique nuestra azarosa existencia.
Luego de la lectura de Entre dioses y herejías reitero mi entusiasmo por la poesía que se hace en esta parte del país y me inclino ante los versos de Rossy Majino en el entendido de que la poesía, o la buena poesía, es el último reducto de la felicidad.