Por: Arlindo Luciano Guillermo
Todos quisiéramos vivir en paz, con un sueldo jugoso, con casa propia, confort, comodidades materiales, vivir sin apremios económicos y garantizar, finalmente, una vejez digna, saludable, con gratitud y derecho a descansar después de haber trabajado, como un asno, responsablemente, 30 o más años. Quisiéramos vivir sin que nadie nos joda, nos amargue ni intoxique la vida, sin que nos hagan la vida un calvario ni un valle de lágrimas. Sin embargo, entre lo que quisiéramos y la realidad haya un largo trecho que recorrer hasta alcanzar la otra orilla del río. Vivimos todos los días con desafíos que enfrentar, problemas que resolver y poner en prueba nuestra inteligencia intelectual y emocional, creatividad, paciencia y tolerancia. No todo lo que nos rodea se mueve como nos gustaría, a nuestro ritmo. Felizmente, en este mundo, somos diferentes, distintos, con opciones y rumbos diversos. Qué aburrida debe ser la vida si todos fuéramos iguales, pensáramos y sintiéramos lo mismo.
No todos podemos ser Galileo Galilei, Mario Vargas Llosa, Isaac Newton, Albert Einstein o Stephen Howking. Cuánto quisiéramos ser el 5% de San Francisco de Asís, Madre Teresa de Calcuta o San Juan Bosco; sobrellevar la vida con el humor de Facundo Cabral, de un cómico ambulante o la chispa popular de Melcochita o vivir con la naturalidad de las hierbas del campo, que con agua y sol siguen vivas. Unos reparan zapatos, otros venden verduras en el marcado o en la acera. Algunos se dedican a asaltar bancos, otros trabajan solo por un sueldo mínimo. Muchos se dedican a enseñar, unos pocos dedican horas intensas a la reflexión en un paraje aislado. Unos ríen a mandíbula batiente, otros sonríen cada vez que muere un obispo, algunos ríen a carcajadas hasta lagrimear. La tristeza apoca la alegría. El rico cuida su riqueza, su fortuna y sus bienes; el pobre sobrevive con lo que encuentra el día a día. Esta es la sociedad donde vivimos todos los días.
Plagiar durante los exámenes en la escuela es tan natural como estornudar. El plagio es un fraude, un engaño. Así el estudiante ha aprendido a hacer trampas tempranamente. Eso mismo hará en la universidad cuando elabore la tesis para la licenciatura, la maestría o el doctorado. ¿La universidad ha expulsado a algún estudiante por plagiar o presentar trabajos pirateados? ¿Cuál es el castigo o la sanción que recibe un estudiante en la escuela por plagiar? Generalmente no pasa de desaprobar el curso y ahí queda. La impunidad va formando parte de la vida diaria de ese ciudadano que en algún momento será profesional, líder, congresista, gobernante o padre de familia.
Todos tenemos virtudes, talento e imaginación. El talento no se quita a nadie se hereda y se fortalece en la práctica diaria. El talento puede morir cuando no se cultiva ni motiva. La creatividad corre el riesgo de desparecer si no hay oportunidad para hacerla aflorar y convertirla en realidad. Reconocer el talento vigente es el primer paso para que crezca y alcance la cima de la montaña. La falsa modestia, esa actitud que consiste en avergonzarse o no aceptar conscientemente que algo bueno se hace. La falsa modestia es una soberbia encubierta. Eso no contribuye con el justo reconocimiento público del talento. Una sociedad egoísta y discapacitada para al reconocimiento oculta, lapida, posterga o, simplemente, omite la exaltación de las virtudes, los méritos y el talento de los ciudadanos.
Vivimos en una sociedad donde la salud física es más prioritaria que la salud mental. Si de pronto sentimos dolor en el estómago corremos donde el gastroenterólogo para que nos recete inmediatamente analgésicos, una endoscopía y análisis de heces. Cuando perdemos los papeles en una discusión, no mostramos tolerancia y disparamos insultos a los colaboradores en el trabajo, a los amigos, a los hijos y al cónyuge, a dónde recurrimos con rapidez. Con toda seguridad, el energúmeno, ese que perdió el control emocional, no irá a ninguna parte porque considera que es una “reacción momentánea”, que todo se trata de una “mal momento”. Eso es todo. Cuando aparezca un “agente detonante” otra vez, y quizá con mayor intensidad, surgirá el “demonio” y aparecerá, una vez más, el descontrol emocional. De nada sirven los títulos, los grados académicos, el océano de conocimientos disponibles ni la fortuna acumulada, si no hay gestión de emociones ni madurez de la inteligencia emocional. Un ciudadano chino, totalmente enajenando, golpeó salvajemente a un niño. No hay ninguna razón, causa ni argumento para maltratar a un niño. Es un acto de total cobardía golpear a un niño. Los hijos se convierten en trofeos de guerra e instrumentos de extorsión económica. “Si tu padre da plata, le contestas el celular o sales con él. De lo contrario, no sales.” Estos dos casos ilustran magistralmente el grado de “enfermedad mental” que diariamente va devastando la tranquilidad del ciudadano y de la familia y la paz espiritual de los afectados. Si a eso se suman el estrés, la presión laboral y los aprietos económicos, la ecuación es perfecta para una explosión emocional donde habrá víctimas, mutilados y damnificados con daños, a veces, irreversibles. No hay que ser sicólogo ni sicoanalista para saber que si no hay “salud mental” ni “equilibrio emocional” están en serio peligro la seguridad de la sociedad, la estabilidad de la familia y las relaciones interpersonales.
Las “buenas prácticas” constituyen resultados obtenidos con trabajo, esfuerzo e impacto social en la sociedad, siempre con ética y transparencia. Se convierten en referentes y paradigmas para replicar y mejorar los servicios y la calidad de vida de los ciudadanos. Todo lo que se consiga en la vida tiene que ser el resultado de un esfuerzo, sacrificio y tenacidad, sin perjudicar a los demás ni hacer trampas. No hay nada mejor que dormir con la conciencia tranquila después de haber ganado un sueldo o haber obtenido ganancias con el sudor de la frente, con perseverancia y habilidad. Vivimos en una sociedad altamente competitiva, donde prevalecen el desempeño idóneo, la productividad y la capacidad para resolver problemas. Vivimos, por otro lado, en una sociedad perversa, rapaz, con moral retorcida, con instinto depredador, con valores éticos devaluados por la corrupción y la desilusión política, con una educación que poco le interesa la ciudadanía, que no educa ciudadanos sino “geniecillos” precoces que luego no suenan ni truenan. En la escuela, qué tipo de ciudadanos y líderes educan. En la familia, a través de las actitudes de los padres, qué tipo de hijos vamos educando. Si la felicidad es el fin supremo de nuestra permanencia sobre el planeta Tierra, donde tenemos la única oportunidad para vivir, qué hacemos odiando, gastando el hígado en desear el mal y la muerte del prójimo, insultando, criticando despiadadamente. Para el hombre todo es posible, pero aún no hemos aprendido a vivir respetándonos, tolerando las diferencias, entregando a los demás lo que les corresponde. Rendimos pleitesía diaria al dinero, al lujo, a la apariencia. Si solo aprendiéramos a perdonar y a tolerar, el rumbo de la vida y de la sociedad cambiaría.