Escrito por : Arlindo Luciano Guillermo
El sábado 14 de agosto, víspera del aniversario 482 de Huánuco, en el Café San Domingo, mientras tomamos un desayuno americano, confirmamos visitar a Jacobo Ramírez, el popular Maicito en el colegio, en Las Pampas, donde vive hace una década junto a su esposa Angélica (gran artista, artesana y arquitecta) y sus hijos Johan y Diego. Desde esa casa acogedora, bucólica y hospitalaria, construida en un corte del cerro, se contempla la campiña, el verdor intenso de los sembríos, viviendas dispersas donde la gente vive sin el caos citadino. Cuando llegamos a la ermita de María, Causa de Nuestra Alegría aparece un caballero con gorro deportivo, vestido sencillísimamente, sobre una moto ruidosa, da la vuelta y toma la delantera y nosotros detrás: es Jacobo Ramírez Maíz. “Aquí estamos, compadre”. Nos saludamos afectuosamente, sin temor ni prejuicio; los tres estamos vacunados con las dos dosis contra el Covid-19. Al cruzar el umbral de la puerta cambia el escenario, el aire, la visión y el espectáculo de la naturaleza. “¡Esto es un paraíso!”, exclama respirando hondo Rubén Valdez. Yo le doy la razón. Sonreímos los tres. “Mi mujer no está, ha ido a visitar a mis hijos a Huánuco”. Esteremos los tres. Tomamos el sendero, cubierto de follaje como techos naturales para proteger de la lluvia y del sol, que conduce a la casa. Nos salen al encuentro Venus y Satanás, amables como el dueño.
Apenas llegamos, Jacobo se convierte en guía y anfitrión. “No esperaba esta visita”. La casa de Jacobo es un edén enajenante, refrescante, lleno de vida y recogimiento. Nos muestra objetos antiguos, piedras y cerámica prehispánicas, un par de cráneos de Ashgacoto, radios, tocadiscos, planchas a carbón, arado con madera del siglo XIX, recipientes reciclados, cuadros paisajísticos de su esposa Angélica, docente, mujer de gran creatividad artística e ingenio desaforado. Señala, con picardía en los ojos, una antigua caja rectangular. “Es el baúl de la felicidad”. Lo abre y aparece una colección tentadora de botellas de licor. Estallamos de risa descontrolada. Vemos sus libros y la sala de lectura. “Este diccionario Karten me ha sido útil cuando salí de la universidad sin saber nada”. Recuerda un libro de Osho, el único de autoayuda que lee, y dice: “La felicidad es un estilo de vida; resulta estúpido creer que alguien te va a hacer feliz. Yo soy feliz aquí”. Se pone reflexivo, evoca sus lecciones de filosofía en el seminario San Teodoro. Nos deja jugando sapo; ambos somos una nulidad en la puntería. El premio: un libro pirata titulado Maus de Artie Spiegelman, Premio Pulitzer 1992, que relata, a través de viñetas, la historia de un sobreviviente de los campos de concentración nazi. Rubén se lleva el codiciado ejemplar, festeja como si hubiera anotado un gol en la Champions League. Mientras tanto, Jacobo, prepara, como un Gastón Acurio, un piqueo: trozos fritos de carne de cerdo, pepinillo, ensalada de cebolla, zanahoria y tiras de rocoto, café auténtico y panes que él mismo ha horneado. “Para que baje la grasa, una copita de “aguardiente de hacendado””. Nosotros obedecemos sin murmurar. Luego bajamos a la residencia de los árboles frutales y de ahí a la huerta de las plantas aromáticas que Jacobo conoce como un experto médico naturista. Nos cobijamos debajo de la pomarrosa, coge un fruto parecido al durazno blanquillo y nos ofrece. Nunca habíamos mordido una pulpa jugosa y dulce con ese indescifrable sabor.
Proscribimos de la conversación la política, la sociología, el periodismo y la literatura; los remplazamos por la charla amena, coloquial, anecdótica, doméstica, de lenguaje popular y vulgar, de vivencias que surgen de la experiencia. Nos cuenta que su casa ha sido escenario de grandes jornadas literarias y embriaguez entre amigos cercanos. “Conocí a mi padre dos años antes que muera; él me había abandonado recién nacido”, dice Jacobo. “En el cementerio le agradecí públicamente el haberme dado la vida”. Estuve 3 meses en el ejército, luego me fui al seminario con el padre Oswaldo Rodríguez. Llegué a la siguiente conclusión: “Misio y feo, pero jamás burro”. Risas cogiéndonos la barriga. “El humor es en mí un don de Dios y del destino; también lo aprendí de muchos escritores que leí”. Pero es de Andrés Cloud de quien, lo reconoce orgulloso, aprendió más y con eficiencia.
Pasado el mediodía le dijimos a Jacobo, el apóstata, el humorista espontáneo, que ya debemos partir. Mientras retrasamos la partida, un taurigaray trina emocionado en la rama del pacae como despidiéndonos. Descendemos, sin dejar de hablar, por el sendero hacia la puerta de salida. Al costado discurre contentísimo el agua por una acequia angosta, orlada de helechos babilónicos, flor de un día, matico, verbena, cola de caballo y llantén. “Esta agüita viene desde la laguna Mancapozo. Aquí hay agua de puquio, de riego y potable”, ilustra el gran Jacobo. El 20 de noviembre cumplirá 50 años al servicio de su felicidad que la construye a diario. Jacobo Ramírez, docente universitario, exseminarista, el autor de Crónicas de un apóstata, 3 libros publicados, cuyas crónicas deleitamos riéndonos sin parar de principio a fin. Jacobo es un humorista nato, imparable, ingenioso, a veces cruel, mordaz y burlón, pero con evidente intención de crítica social, sin concesión a la corrupción ni a la improvisación. “Esto lo vamos a convertir en el Pasaje del Escritor”, dice. “Colocaremos bancas, una biblioteca pública y en las paredes se pintarán murales de escritores”. Nos despedimos con un abrazo fraterno con la promesa de volver. En media hectárea, Jacobo ha construido un paraíso terrenal en Las Pampas donde vive feliz, respirando aire fresco, leyendo, planificando, escribiendo, riéndose solo, la siguiente crónica que nos hará carcajear y festejar las anécdotas hilarantes que relata.