Están diciendo tu apellido. Al fin. Levántate, marca la página del libro que fingías leer para no mirar a nadie y entra al consultorio. Saluda, aunque no te contesten. Educación no ocupa espacio. Siéntate. Explícale que ese dolor en el estómago no es novedad. Que lo arrastras desde hace años, como las deudas. Que el ardor ese, el que te cocina por dentro, va subiendo de nivel como si fuera un videojuego. Sigue enumerando tus dolencias, total, ya estás acá. La edad no viene sola, claro. Llega con todo el paquete: molestias, achaques, ruidos raros al moverte. ¿No te entiende? Tranquilo, nunca lo hizo. Y si lo hiciera, tampoco le importaría.
Lo ves escribir algo. No te emociones. Seguramente no es sobre ti. A lo mejor está chateando con su flaca, o preguntándole a ChatGPT cómo se llama tu enfermedad. No te pregunta nada, así que coopera: calladito nomás. Sonríe. Debe ser un meme bueno. Espera, ya te va a mirar. Has esperado décadas este momento. Unos minutos más no matan. O sí, pero ya da igual. Te mira. Escucha, que ya empezó la función. Su voz es tan clara como su letra: un jeroglífico con fonética. Tú asiente con la cabeza. Acepta que te ausculte. Pregunta con elegancia para cuándo. ¿Hoy? Excelente. Solo cuesta 150 soles. Un regalo. Paga sin temblar. La salud, ya sabes, es lo primero… en vaciar tu bolsillo.
Camina hacia donde te indicó. Entra. Te saluda una señorita. Devuélvele el saludo, no seas malcriado. Va de verde, así que asume que es enfermera. Te lleva a la ventanilla, donde otra señorita te sonríe. No digas que así hasta dan ganas de enfermarse más seguido. Cállate. Díctale tu DNI como si fueras culpable de algo. Pasa al consultorio. Siéntate en la silla designada. El doctor ya viene, eso dicen. Estira el brazo. La presión está bien, tú no tanto. Hoy no tomaste la pastilla, pero shhh, que no se note. Sube la manga. Termómetro. Normal, como si eso te consolara. Saca tus pertenencias y déjalas sobre la mesa, como en un cateo. Súbete a la balanza: 72 kilos de problemas. Di que mides uno setenta y uno. No importa si exageras. Todos lo hacen. Guarda tus cosas. Vuelve a hacer como que todo está bien.
Te avisan que el doctor se está demorando un poco. Un poco eterno. Que aún no sale de su otro trabajo, pero que en cualquier momento se escapa. Qué emoción. Te dan una revista. Desactualizada, claro. La hojeas. No te interesa, pero es eso o mirar la pared. Al rato nomás entra el doctor, medio agitado. Te pregunta tu nombre, como si fueras una celebridad.
—Cincuenta y cinco años —dices después, como quien confiesa un crimen.
—Qué bueno, señor D. Un gusto conocerlo —te dice, con el entusiasmo de quien comenta el clima.
Agradeces el gesto. Explícale, con voz de paciente modelo, tus males. Te mira con expresión de “ajá”. Te pide que te recuestes. Te subes la camisa. Te hunde los dedos en el abdomen. Le dices que sí, que justo ahí arde, que quema bonito. Él escucha, tú resistes. Pregunta el precio de la endoscopia. 450 soles. ¡Una ganga! Acepta. Él sonríe. Ya parece buena onda, ¿no? Nada que ver con el robot indiferente de hace media hora. Ya no mira la pantalla, ahora te mira a ti. Progreso. No le digas que eres profesor. Sospechará que estás quebrado. Dile que eres fiscal. Se le frunció algo, pero no importa.
Acepta hacerte el examen. Te indican que vengas en ayunas. Él te va a llevar personalmente, porque acá no hay el equipo. Detalles. Cómo ingresar, cuándo, por dónde… qué más da. Todos esperan su turno. Tú, milagrosamente, tienes suerte. Abre la boca. Di “aaaaa”. Aguanta. Lagrimea, pero no llores. Dignidad, aunque sea en gotas. Ya casi termina. Te limpias con delicadeza. Ahora toca ir al otro lado. Caminas como si no doliera. La enfermera te sonríe otra vez. Pagas los 450 soles. Y los 150 anteriores. Todo sea por tu bienestar. Espera al doctor, otra vez. Tiene otros pacientes que atender, pero en cualquier momento se vuelve a escapar. Ya te acostumbraste a esperar. Ya es parte de ti. Te dice que está para servirte. Dile que tú también. Un trueque bonito. En quince días, te entregan los resultados. Pero —¡oh, sorpresa!— hay que pagar otra consulta. 150 soles más. Un clásico. Tranquilo. No hagas hígado. Ya no tienes presupuesto para eso.
Sales. Y te das cuenta de que estás peor que cuando entraste. Y más liviano… pero solo del bolsillo. Trasquilado como oveja de feria. Así es la vida. Consuélate: acá te atienden bien. Y con plata, ya sabes, hasta el médico baila. Que enfermarse es caro, claro que sí. Preguntas por el juramento hipocrático. Te miran raro. ¿Eso se come? Te regalan medicamentos. Muestras, pues. De las que vencen en un mes. Piensas: en vez de pastor evangélico, debiste ser médico. Ganan más, lloran menos. Buena idea. Vuelve a casa. Come tocosh. Eso sí sirve. Y no cuesta lo que acabas de pagar por un diagnóstico con emojis. Recuerda: con o sin medicina, igual te vas a morir. No regreses. Mejor, dedícate a tomar hasta el final. Brinda por tu salud, esa que ya no tienes.
Las Pampas, 10 de abril de 2025