Escrito por: Jorge Cabanillas Quispe
Luego de algún tiempo lo volvió a ver; siempre le había parecido un tipo singular: caminaba dando vueltas de vueltas en la plaza de la ciudad de los vientos, moviendo de un lado a otro los brazos con una impecable sincronización y sin, aparentemente, distraerse con nada a su alrededor. ¿Qué estaría escuchando mientras lo hacía? Su paso ligero y sus audífonos no pasaban desapercibidos por los transeúntes.
—¿Sabes cuál es la diferencia entre caminar en un círculo y en un cuadrado? —le preguntó el tipo con el que siempre había querido hablar, porque le parecía alguien atípico. Ahora lo tenía al costado, sus ojos grandes parecían sobresalidos por su rostro pequeño y su voz, sumamente, aguda— muy sencillo: de un círculo no puedes huir, pero de un cuadrado, sí.
El sonido que salía de los audífonos del caminante empedernido era demasiado fuerte. Felipe permaneció en silencio tratando de saber de qué canción se trataba y, aunque no lo logró, supo a ciencia cierta que se trataba de una balada en inglés.
—Esta canción sonaba el día en que Emma me dejó. ¿La conoces? Dicen que es muy famosa, que salió en el cine, que escucha canciones modernas, que vive en una ciudad armoniosa, que graba videos por todo el mundo. ¿Por qué ella caminó en otro sentido? No lo sé. Lo cierto es que ambos teníamos una ruta, pero yo me perdí…
“En esta ciudad además de los vientos, abundan los locos”, pensó de inmediato Felipe; sin embargo, este personaje, le parecía tierno, seguro era alguien que se extravió por los vericuetos del amor, de la nostalgia, de lo platónico o simplemente de lo inexistente. Lo cierto era que aquel hombre, durante muchos años, se pasó escuchando la misma canción y caminando en medio de la ciudad de los vientos esperando a que Emma se asome.
—A veces, pensamos que seguimos avanzando, pero quizá no conocemos otro camino, otra ruta; quizá simplemente me quedé encerrado en esta plaza por la que el tiempo no pasa; ¿sabes?, Emma decía que nos habíamos quedado atrapados en antaño, que lo más moderno de nuestra ciudad era el puente Calicanto, que no aguantaba los baches ni los desniveles de las veredas…
“Quizá no esté tan loco después de todo”, reflexionó sin decir una sola palabra; luego, por fin pudo reconocer la canción y la tarareó lentamente: “Tienes miedo de los fantasmas, de la muerte, de la noche… mientras estás inventando historias… a plena luz del día”…
—Dejándome solo a plena luz del día —concluyó—. Aunque, ¿te diste cuenta? En esta ciudad el viento marca las estaciones, en los días de luna llena también te vi fumar. El día en que Emma me dejó la luna estaba sobre nuestras cabezas y el viento movía en suave ritmo sus cabellos, me miró fijamente, y luego, ella ya no estaba más…
Felipe quiso hacerle preguntas y decirle que quizá no estaba loco y que siga caminando, porque quizá Emma lo vuelva a buscar en medio de la ciudad de los vientos; pero no pudo articular palabra alguna. El muchacho a quien Emma había dejado prosiguió su caminata rutinaria con la esperanza perentoria de siempre.
Felipe camina por su ciudad y le parece que, desde que tiene uso de razón, esta no ha mejorado en nada, que ha sido deteriorada por el tiempo y por cada adefesio que pusimos como autoridad. Piensa en el caminante y se le hace un nudo en la garganta, porque sabe que por más optimismo que muestre, Emma no volverá; que aquel día, Emma, por razones irreconciliables, se resignó y nos dejó, a él, y a todos para siempre…