El cuaderno de aquel niño

Escrito por: Jorge Cabanillas Quispe

A los que ya no están…

Entre sus viejas cajas, Felipe encontró un cuaderno; durante varios minutos se quedó mirándolo fijamente. Durante años pensó que nunca más iba a volver a verlo y creyó que era mejor así. En ese momento, entendió que su madre lo había guardado entre esos viejos documentos desfasados. Se sentó y comenzó a leer lentamente. La letra delataba que el autor de esas líneas poco o nada se había esforzado en rellenar sus cuadernos de caligrafía. Suspiró profundamente y continuó revisando una a una sus páginas: unas con unos garabatos que solo él podría interpretar a esa hora, unas frases que no tenían coherencia más que para él en ese momento. “Seguramente que todo esto hubiese terminado en un diván”, pensó y sonrió como para intentar alejar ese nudo en la garganta que sentía que se asentaba cada segundo con mayor intensidad.

Se detuvo en un dibujo en el que se apreciaban dos niños, hechos, con palitos, círculos y garabatos ondeados en el lugar en el que se supone que estaba el cabello. Era el tiempo de Karina y Timoteo, programa que disfrutaban y canciones que se coreaban en cada piñata. Supo de inmediato quiénes eran los niños de la imagen, alzó los ojos al cielo y al volver nuevamente su mirada a esas páginas distinguió una frase escrita por alguien tembloroso: “Dios sabe por qué hace las cosas”, era la peor frase que había escuchado en su vida, era una frase que se repetía y que nuevamente volvía a repetir con ira, y sintió que no, que Dios no sabía lo que hacía, que esas palabras eran innecesarias para decirle que uno de los niños del dibujo nunca más iba a volver a jugar con él…

Un instante de lucidez le advirtió que era mejor dejar el cuaderno ahí, hacer de cuenta que ya no existía; pero no, siguió revisando en sus páginas los garabatos y recordó los juegos de infancia; recordó aquella vez que con un primo se fue sin avisar a un local de Nintendo del barrio con los 20 centavos que se había encontrado y encendió la alarma de toda la familia.

Era imposible no recordar, al ver esos dibujos infantiles, los cuentos de la Biñi acerca del toro cachudo que se cayó o, mejor dicho, se lanzó de un risco a causa de un desamor con una vaca vecina, o pensar en el gorrión que silbaba cada mañana “salve salve cantad a María…” y que cuando murió el pueblo guardó siete meses de luto.  El paisaje era hermoso en el cuaderno, y lo vio así como lo contaban: una chacra en la que horneaban el pan y compartían una fogata bajo el cielo limpio, junto a los árboles frondosos que adornaban el lugar y la suave brisa del viento en la que los niños correteaban libremente.

Nuevamente una frase parecida a la anterior: “Dios lo quiso así”. Una tarde antes de escucharla, había sido sumamente feliz en una yunsa en la que habían dos ambientes: una para adultos y otra para niños en la última, lejos del alcohol, el talco, las gaseosas, los globos, la ausencia de baile, la promesa de encontrarse luego en el trabajo de sus padres para jugar con la vieja pelota o a lo que sea se desvanecieron cuando al despertar los diarios y el llanto de su madre le delataron que esa promesa tampoco iba a cumplirse, que otro de sus dibujos ya no estaba más entre nosotros, porque ahora, Dios no solo no sabía lo que hacía, sino tampoco lo que quería.

Volvió a las primeras páginas en las que se leía que el autor, un niño, expresaba que quería ser músico, bombero, pintor, héroe o feliz para siempre como los protagonistas de esos cuentos que le leían cuando su mamá se iba a trabajar. Felipe, ahora, solo frente al espejo quiere consolar a ese niño, pedirle perdón, decirle que no sea duro con él, pero no puede: sus ojos llorosos y ojerosos le delatan que el cuaderno de aquél es su pasado irremediable, muestra de un pasado que lo dejó sin fuerzas ni para abrazar ni mucho menos para abraza