Ronald Mondragón Linares
Uno de los grandes aciertos de Mario Vargas Llosa en el análisis de la novela Madame Bovary tiene que ver con el tratamiento y la evolución literaria del “héroe” de las ficciones novelísticas. Para Vargas Llosa, en su libro “La orgía perpetua”, dedicado al análisis de la obra maestra de Gustave Flaubert, el novelista francés dio forma a un novísimo tipo de “héroe” central de las ficciones narrativas: el héroe típicamente mediocre, anodino y vulgar -en este caso, heroína, Emma Bovary, protagonista de la novela.
No hay que confundir el protagonista del que habla Vargas Llosa con el llamado “antihéroe”. El antihéroe que nace con “El Lazarillo de Tormes” y, más aún, con “El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha”. El personaje notoriamente identificado por sus rasgos defectuosos, ya sean físicos, psicológicos o ambos a la vez. El personaje completamente ridículo o carente gracia y finura alguna. Personaje creado exprofeso por Miguel de Cervantes, en contraposición al galante, bello y bizarro héroe de las novelas de caballería y, por extensión, a los personajes míticos y maravillosos de la épica griega de las epopeyas y la épica medieval de los cantares de gesta.
El aporte de Flaubert es invalorable para el desarrollo de la Literatura Universal. El héroe épico se convirtió en un personaje que ya no satisfacía las necesidades de la evolución de la narrativa, tanto de forma como de fondo. Hastiado de esto, Cervantes dio forma, genialmente, a un nuevo tipo de personaje central, inaugurando así la modernidad de la novela. Sin embargo, el personaje que creó era el antípoda, el opuesto y quizá la cara opuesta de los típicos héroes medievales, como el Cid Campeador. Lo que hizo, en suma, Cervantes fue trasladar el personaje al extremo opuesto.
De acuerdo a Vargas Llosa, la importancia de Flaubert radicó en identificar ese espacio -amplio, significativo- entre uno y otro polo, ese espacio donde pululan las gentes “comunes”, sin grandes cualidades, sin grandes realizaciones, personajes anónimos de los mercados o de las estaciones de los metros, personajes, pues, de la vida diaria y la cotidianidad. El realismo que se quiere reflejar en las obras estaba, de esta suerte, a todas luces incompleto. Pues, si bien presentaba lugares y personajes cotidianos, hacía falta el gran personaje representativo de la mediocridad.
El personaje representativo de aquella vasta zona gris -mediocre- de la sociedad fue encarnado por madame Bovary, la esposa insatisfecha de un médico de zona rural, la mujer de sueños triviales y de una psicología marcada por el autoengaño, la mujer que vivía embotada de palabras de amor cursis.
Con Flaubert, salta a la palestra literaria este tipo de personaje y lo eleva a su máxima expresión. Mario Vargas Llosa sostiene -la tercera y última parte de su libro está dedicada al estudio de Flaubert y su aporte al desarrollo de la narrativa- que es, en realidad, con “Madame Bovary” que se inicia la modernidad de la novela en términos universales. Se diría, pues, una segunda fundación, después de Cervantes.
Hay que añadir, finalmente que Gustave Flaubert no solo ha legado dicho aporte a la literatura y a la novela en particular. Los realistas del siglo XIX reflejaron la temática, los ambientes y los personajes, todos ellos veristas y verosímiles; pero Flaubert perfeccionó magistralmente la forma y la expresión estética que enriqueció profundamente el realismo.