Quiero que olvides tus pasadas
penas y que tan solo tenga horas
serenas tu corazón.
Por Israel Tolentino
Por las faldas de Quepa Puna hay una casa con frente panorámico, alguna vez, un joven limeño se aventuró a plasmar el paisaje que tenía en cara, traía materiales extraños como pinceles, óleos y una cámara fotográfica, él era alto, con anteojos y con una personalidad que asustaba a los demás habitantes dedicados a las tareas de la chacra, el ganado y trabajar en las haciendas.

Tomaykichwa a comienzos del siglo XX, era un edénico lugar a espera de un buen salvaje; lugar idílico, de jaranas, apartado de la sociedad limeña mucho más que París. El sol de las tardes con su luz, incidía en las personas y la piedra, el río, los árboles, las calles, los tejados y las chacras en siembra o cosecha. Este elenco límpido tenía hechizado a un joven capitalino llegado luego de viajar en tren a Pasco y subirse a una mula por dos días.
Don Ricardo Estanislao Flórez Gutiérrez de Quintanilla, nacido el 07 de mayo de 1893, era hijo del médico más conocido de Lima, don Gavino Flórez, respetado, dueño del primer automóvil traído a la capital. Este, su hijo, había dejado sus estudios de medicina para seguir el oficio de pintor, en su juventud en el taller de Teófilo Castillo y, ya ciudadano, ser parte de la primera promoción en la recientemente fundada Escuela de Bellas Artes del Perú. Cuando la vocación asoma, no hay nada que impida su perfeccionamiento.
La tierra que nos acoge, no sabemos por cuánto, amolda el andar a su afecto e ingratitud, en ella se deja o lleva la vida, a don Ricardo le pasó algo semejante, embelesado y ya sin temor al futuro, se entregó en cuerpo y alma a su labor de pintor y fotógrafo, de artista en el significado más amplio del término. A limeño enamorado de su vocación en y para el pueblito de Tomaykichwa.

La pintura como oficio, si la comparamos con la del poeta, demanda de una compenetración que en pocos se puede elogiar. Es por tanto esta labor una musa escurridiza, esquiva, sin emociones, enormemente ingrata, un animal salvaje capaz de tumbarte y pisotearte, quebrarte los huesos, endurecerte las manos, cegarte, asesinarte; notoriamente sin corazón. La pintura es una labor que no puede darse por descontada, ni tratarse a modo de aliada, menos amiga, peor aún amante. Es una consagración para valientes, para trabajadores arriesgados, para resilientes, para aquellos dispuestos a dejar todo, incluyéndose.
Don Ricardo Flórez, cumplía estos requisitos a cabalidad, hecho para domar animales salvajes. Tuvo en la tarea de pintor a su más engreída compañera, sus cartones, papeles, telas y pinceles, son evidencias concluyentes. Sus ojos conocían cada polvorienta calle, sabía la ubicación de cada piedra en una pirca, de los árboles del camino, diferenciaba en los remolinos de viento el perfume del molle y la chirimoya. Conocía cada sombra y las horas en que debía volver a la escena a seguir pintando. “Don Ricardo” como le decían sus paisanos, era un pintor: ¡un verdadero pintor!
Existe desde entonces un Tomaykichwa mirado por don Ricardo (mejor no pensar en la que existe hoy) concebido en su andar, pintar y fotografiar. Muchos de esos motivos han dejado de existir y otros se podrían restaurar con estudio y buena voluntad.

A los pasos de don Ricardo nos sumamos, seguramente no para mal imitarlo en el lienzo, sino para darnos cuenta de que la vida del artista debe tener la suficiente fortaleza para sobrellevar los inesperados eventos que el futuro guarda para cada uno. El paso del tiempo, por lo general, no te da una revancha, menos a la obra. La oportunidad de tener aprecio y tal vez vigencia con tu trabajo artístico, en los más de los casos, es brumosa.
De don Ricardo Flórez, el 20 de octubre de 1983, sus ojos se cerraron a la luz y color que tanto amaba, sin embargo, se abrieron otros ojos para admirar su legado (Pozuzo, mayo 2024).