Por Jacobo Ramirez Mays
Hemos regresado a trabajar a nuestro recinto laboral. Sus pasillos lucen limpios y, mientras camino con dirección al pabellón donde trabajo, me encuentro con uno u otro profesor, con quienes nos saludamos levantando la mano o chocando los puños. Ya en la facultad, me pongo a conversar con mis colegas.
A algunos los veo después de dos años y un poco más. Uno habla como si fuera superhéroe. Otro me dice que es un sobreviviente y me recomienda tomar zinc. Cada uno cuenta una historia diferente, mientras yo maquino qué inventar para que sea diferente. En el pasadizo están doctores, magísteres y licenciados cuchicheando como los viejitos de El Show de los Muppets.
Todos conocen algo de medicina contra el Covid-19. Yo apunto mentalmente cada uno de los remedios y pienso que cuando me dé, por tercera vez, estaré listo para frenarlo. Cuando estoy para intervenir, veo a mis patas del alma acercarse al grupo. Uno de ellos es Andrés Jara, sonriendo como siempre.
Para él la vida es solo líquido, y eso hace que se le vea bien hidratado; el segundo es Luis Mozombite, a quien el Covid-19, en vez de enflaquecerlo, le ha engordado. Ambos se incorporan al grupo y, después de unos minutos, salimos con dirección al centro de engorde.
Pedimos nuestro segundo desayuno. Mientras comemos, conversamos sobre algunas cosas, recordamos anécdotas y nos reímos de oreja a oreja. Ya nada nos da temor, solo sabemos que todos los días estaremos conversando y, tal vez, comiendo; esa es una de las grandes ventajas de la presencialidad.
Al día siguiente, de vuelta al barrio. Saludos por acá, por allá y por acullá. Incluso abrazos y besos. Ingreso al aula y más de treinta alumnos están sentados, calladitos, esperándome.
Les saludo, me presento y una voz dice: ¡Ah, usted era! Me río haciendo wicsho mi boca, pero gracias a la mascarilla, nadie se da cuenta. Converso con ellos y muchos son como loritos que hablan, hablan y hablan, incluso sin dejarse entender. Terminado mi encuentro con los jóvenes entusiastas, caminamos con Lucho con dirección al cafetín, mientras vemos que muchos espacios que antes eran áreas verdes ahora están cerrados, pues se están construyendo edificios que quién sabe para qué y por qué. Estamos seguros de que, a ese paso, nuestra alma mater será una jungla de cemento.
Lucho recibe una llamada y me comenta que es Hever Laos quien lo busca para que le entregue un mamotreto que había revisado y corregido minuciosamente.
Es bueno encontrarse con Hever porque casi siempre tiene libros que regala y ese día no fue la excepción. Después de una pequeña conversación, me entregó los libros Antología de crónicas del ayer, de Virgilio López, Miguel Guerra y más crónicas del ayer, también del mismo autor, y Huánuco de Ayer de Nicolás Vizcaya. Claro que cuando me los regala me toma el pelo diciéndome que los lea. Agarro los libros, los guardo emocionado, nos despedimos recomendándole un menú en el comedor.
Ahora, sentado en el silencio de mi habitación, digo que me gusta la presencialidad porque puedo chismosear con mis colegas, escuchar las interrogantes de los jóvenes en el aula y darme cuenta de que me escuchan cuando les explico el tema que estoy tratando.
Ya no veo deditos gordos subir por una pantalla de mi monitor ni las caritas alegres o tristes de los emoticonos, sino que ahora veo a jóvenes reírse, apuntar en sus cuadernos; pero, claro, sobre todo me gusta la presencialidad porque converso con mis amigos, tomo doble desayuno y recibo libros gratis.
Las Pampas, 25 de agosto de 2022