Escrito por Arlindo Luciano Guillermo
Siempre el tercer domingo de junio releo el poema “Mi padre un zapatero” de Pablo Guevara, incluido en Antología de la poesía peruana de Alberto Escobar: “Fue bueno, y yo lo supe a pesar de las ruinas / que alcancé a acariciar. Fue pobre como muchos, / luego creció y creció rodeado de zapatos que luego / fueron botas. Gran monarca su oficio, todo creció / con él: la casa y mi alcancía y esta humanidad”. Yo creo en el destino, en la casualidad, en la ocurrencia azarosa de la vida, aunque se diga que eso es una manifestación de mediocridad y creer que del cielo caen generosidades de toda índole. Lo cierto es que no esperaba almorzar, el viernes 10 de junio, acompañado y al compás de una agradable conversación, con Jorge Cabanillas Quispe.
Cuando levanté la cabeza, para descansar de las cucharadas de sopa de camarones, ya estaba frente a mí, en el Sabor a Norte. Buscaba una mesa dónde ubicarse y yantar como yo. Lo saludé e invité a sentarse frente a mí. Mi vida está repleta de coincidencias que marcaron el rumbo de mi historia.
Jorge Cabanillas es un joven profesor de lengua y literatura, egresado de la Unheval, estudiante que bebió directamente el conocimiento, la amistad y la sabiduría de Luis Mozombite, Juan Giles, Andrés Jara y Gino Damas. Tiene un año más que mi hijo mayor. Ha publicado dos libros apreciables de cuentos, publica artículos de opinión, hace teatro con Edilberto Sánchez Daza, el gran Sacha. Lo recuerdo actuando en el drama El muerto bien muerto, en el paraninfo de la Unheval, que Sacha adaptó de un par de cuentos míos. De pronto un cadáver sale, con mucho esfuerzo para mantenerse de pie, del ataúd en pleno velorio, para relatar, cuando estaba en vida, su tormentosa relación conyugal. Escupe en el piso y vocifera: “Hasta en la basura hay algo que reciclar, en ti no hay nada”. Fue realmente para mí una catarsis ver ese conflicto en el teatro. Lector pertinaz y gustador de Daniel F, Joaquín Sabina, José José y Bob Dylan. Con Jorge trabajamos en el mismo colegio secundario. Lo veo un par de veces a la semana que aprovechamos para conversar sobre temas de interés común que casi siempre terminan en reflexiones políticas, académicas y personales. Como yo, prefiere la soledad y el aislamiento voluntario durante el bullicioso recreo donde unos 500 estudiantes gritan y juegan. Solo me acerco para saludarlo y me retiro porque sé que “estar solo” es un privilegio y merece respeto. “Carlos Peña me ha llamado para ver lo de la película sobre Caniche en su fuga hacia la muerte de Mito Ramos”, me cuenta. Come frugalmente el pollo con maní y harto ají; yo, el tacutacu a lo pobre.
Cuando le pregunto sobre su padre, me responde sereno: “Murió de cirrosis”. Al principio, cuando era adolescente, no opinaba bien de él, como muchos hijos (me incluyo) hasta que un día su madre María lo sentó para decirle que ese hombre de quien estaba hablando mal, era al que amó algún día y le dio dos hijos. ¡Genial! ¡Qué sabiduría!, pienso. Lo miro y no sé qué decir. Lo escucho. Retrocedo en el tiempo para verificar lo que hice con mi padre, un “chofer de ruta larga” (así le gustaba que le dijeran), músico y compositor, de humor inagotable, estoico para enfrentar la dureza y la adversidad de la vida, arpista como Félix Sánchez Garay; los dos en paz descansan. El agua ya pasó rauda por debajo del puente. El pasado no se puede arreglar ni restaurar, solo extraer la lección y la moraleja. No le pregunto a Jorge por el nombre, oficio ni por qué se alejó de la familia de su padre; sus razones justificadas o equivocadas debe haber tenido. Doña María sí que es una madre coraje porque puso en el camino correcto y les dio a sus dos hijos una profesión universitaria: un profesor y una enfermera. Pienso en mi madre hablando de mi padre, en mis tres hijos. Terminamos de almorzar. “Yo te invito, Lalo”. Los dos soles que faltan de inmediato los completo. Dejamos la conversación para otro día.
Ayer domingo 19 de junio fue el Día del Padre. Como siempre, la intensidad del festejo baja como los ríos en período de estiaje. Yo no tengo que decir feliz día del padre. Soy padre, no sé si bueno o malo, pero tengo suficiente memoria y corazón para querer y recordar a mis hijos. No necesariamente tienen que acordarse de este padre imperfecto, con miles de defectos, pero, buscando como aguja en un pajar, algunas virtudes y cosas buenas se encuentran. A mí la conciencia me pesa como un costal de piedras cuando hablo de mi padre. Admiro a esos padres ejemplares, paradigmas y héroes invencibles; admiro a los hijos que siempre están pendientes de su padre vivo, más aún en la vejez, la soledad, la enfermedad y la necesidad material. ¿Cuántos ancianos del asilo Mis Abuelitos de Cochachinche han sido visitados ayer por sus hijos? Koko Cabanillas vive con la conciencia tranquila: se reconcilió con su padre oportunamente, vivo, frente a frente; eso vale más que las flores y un ataúd de caoba. Los padres no hemos parido hijos, pero sí asumimos un rol protector, de sostén económico, proveedor, consejero, solidario. Cuando visité el asilo del padre Oswaldo Rodríguez, un anciano no hablaba, solo miraba y sonreía con mucho esfuerzo. Le pregunté su nombre, no me contestó. “Le dicen bebé, nada más”, alguien me susurra al oído. No tiene un perro que le ladre, pero sí casa, comida, afecto y atenciones para vivir y morir con dignidad. ¿Por qué tanta ingratitud, inhumanidad y amnesia?
Si existieran muchas Marías, como la madre de Jorge, no habría hijos odiando visceralmente, como enemigo declarado, a su padre, que, con imperfecciones, errores y omisiones, es padre, aunque sea solo proveedor, “tarjeta de crédito” o un voucher mensual. El costo de la ingratitud y la desmemoria de los hijos con el padre es alto. ¿Existe el karma? Si fuera así, “no hagas a tu padre lo que no quieres que hagan contigo tus hijos”. Hay padres que, seguramente, “merecen” desafecto por sus irresponsabilidades. La madre de Jorge Cabanillas, como la de Facundo Cabral, da una lección de integridad: el envenenamiento a los hijos en contra del padre es vil, abyecto, daño irreversible porque el tiempo que se pierde no se recupera. Vivir sin remordimiento vale más que consentir el odio en el corazón, amargura en el rostro y sin posibilidad de reconciliarse consigo mismo, sin perdón ni compasión. Sigo leyendo el poema de Pablo Guevara ahora en voz alta, escucho Mi viejo de Piero y Mi querido, mi viejo, mi amigo de Roberto Carlos. La “lluvia güena” caerá algún día del cielo sobre la sequía.