Escrito por: Jorge Farid Gabino González
Escritor, articulista, profesor de Lengua y Literatura
La Administración de Justicia en el Perú no es de las mejores, y eso lo tenemos más que claro. De hecho, y si bien se mira, está en realidad entre las peores, y no digamos ya de la región, que corremos el riesgo de quedarnos cortos, digamos mejor del mundo. Su incompetencia e inoperancia son, a decir verdad, de tan exorbitantes dimensiones, que se comparan incluso con las del Legislativo, lo que no es poco decir. Las razones para tal estado de cosas resultan tantas y de tan diversa índole, por otra parte, que ni nos alcanzaría el espacio para enumerarlas todas aquí ni, mucho menos, nos daría la paciencia para siquiera intentar clasificarlas. Con todo y con eso, y aun siendo el caso de que nuestro poder judicial destaca, como se sabe, por sus no pocos desaciertos, por sus recurrentes desatinos, algunos de sus “ilustres” magistrados parecen haber encontrado la fórmula para hacer caer a su institución todavía más bajo, para hacerla superarse, si cabe, en sus niveles de infamia.
Esto, en esencia, porque salta a la vista que se ha hecho ya costumbre el que de cuando en cuando aparezca por ahí algún juez desatinado, uno de esos personajes oscuros y a menudo también siniestros que inevitablemente nos llevan a preguntarnos cómo es que llegaron a ocupar los cargos que para desgracia de la población ocupan; y que lejos, pues, de administrar justicia con arreglo a lo que establece la ley, a lo que determina el sentido común, lo que hacen es por el contrario salir a favor de quien es a todas luces el malo de la película; condenando con ello a la víctima no solo a quedar sin el respectivo resarcimiento por el daño sufrido, sino a que además acabe incluso siendo señalada como la causante de la agresión. Sí, así mismo. De ese tamaño es la aberración.
Ocurre, por supuesto, más a menudo de lo que podríamos suponer. Solo que a veces no lo vemos, o no lo queremos ver. Como sea, hay ocasiones en que la envergadura de la injusticia es de tan pero tan grandes dimensiones, que resulta inevitable no reparar en ella. Es el caso de lo sucedido a raíz de un fallo emitido por el poder judicial de Ica, que, aunque parezca una broma de mal gusto, no lo es, absolvió de toda culpa a un investigado por violación sexual, y lo hizo bajo el argumento estulto de que la víctima habría prácticamente inducido la violación, debido a que vestía ropa interior roja; color, este, que, según los magistrados responsables del cuestionable fallo, sería indicativo de que si alguien lo usa, es porque se encuentra predispuesto a mantener relaciones sexual.
Aquí un fragmento de semejante aberración jurídica: “La supuesta personalidad que presenta la misma (tímida) no guarda relación con la prenda íntima que utilizó el día de los hechos, pues por la máxima de la experiencia, este tipo de atuendo interior femenino suele usarse en ocasiones especiales para momentos de intimidad, por lo (que) conlleva a inferir que la agraviada se había preparado o estaba dispuesta a mantener relaciones sexuales con el imputado”.
Empezando por el hecho de que quienes fallaron de tan escandalosa manera desconocen olímpicamente lo que se entiende por “máximas de experiencia”, que es así como se denominan, y no como lo hacen estos desubicados, cabe resaltar que para que se llegue a conclusiones como las aquí arribadas, es preciso que las inferencias que se formulen se den sobre la base de la racionalidad, esto es, se hallen debidamente acreditados, y no respondan, como a todas luces parece haber ocurrido aquí, a prejuicios.
Porque el color de la ropa interior, señores “letrados”, no convierte a quienes la visten en personas predispuestas a ser violadas, por más que su chato razonamiento los pueda llevar a creer que es así. Otra cosa es, lógicamente, que ustedes puedan tener “máxima experiencia” en aquello de las “connotaciones” que puede llegar a tener un pobre e inocente calzón rojo. Cuestión suya. Pero no nos salgan con una imbecilidad de ese tamaño. No en estos momentos en que la sociedad se encuentra especialmente sensible por temas como este. Además, no queremos siquiera imaginarnos en lo que serían capaces de inferir respecto de quienes, en uso irrestricto de su soberana libertad, eligieran ir por la vida sin calzón que las asista.
En cualquier caso, mejor curarse en salud. Y olvidar, al menos por un tiempo, esa costumbre insana nuestra de andar con prendas de colores sugestivos, por muy interiores que pudieran ser estas. Y no hablamos ya solo por las mujeres, que, como marchan las casas, ya nadie parece estar a salvo en esta tierra de nadie. Así que, mal que nos pese, mejor decirle adiós, y pronto, al peligroso calzón rojo.