A Náyade del Bosque
Por Ronald Mondragón

Estás sujeta
a mi memoria
como el anillo exacto
en la piel
de la melancolía,
diosa,
caricia del agua,
flor roja de la turgente primavera.
Tu cuerpo está en el vaivén
de los recuerdos como el ramaje en el centro del viento,
como un ávido pétalo que bebe las finas gotas de la garúa,
como el ala dorada de un ave que no detiene su vuelo.
No alcanzo a comprender tu origen.
Solo sé que largamente te contemplo
como a la luna que eres y que no admite compañía
allá en lo alto,
y camino bajo tu luz
entre rojizos senderos que delatan
el espanto del fuego del corazón enamorado.
Oh, diosa,
así es como te veo
sin saber de dónde vienes,
aparecida de pronto como una ninfa de pies desnudos,
cerca de los arroyos y las viñas,
ofreciendo a la tarde su piel de goces indefinibles,
y a la noche, sus labios de color carmesí y los ojos encendidos.
Al sentir el delirio
del crepúsculo cuando la noche se aproxima,
te veo frente a mí
como a través de una cortina de lluvia transparente,
extiendo mis tristes brazos con temeroso anhelo
y las gemas de tus ojos me precipitan con furor
a otro tiempo,
al río de la dicha,
a la profunda bahía de tu cuerpo recostado sobre la arena
donde muero o sueño lenta, eternamente.